Por Santiago Roldós
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Texto leído en la mesa de directores del Festival Internacional de Artes Escénicas Guayaquil, cuyo lema en su edición 2017 ha sido “Hacemos teatro, estamos vivos”.
Antes de empezar, un estupor y una sugerencia: ¿para cuándo una mesa de y con actrices, una mesa con Ana Correa, Mariela Brito, Pilar Aranda, Rocío Reyes, actrices que suelen ser las baluartes no sólo de la ética, sino también de la poética de nuestros grupos? Escribo esto y Word me dice que debo corregir la concordancia de género: en vez de “las” baluartes, poner “los”, y pienso: qué cojudo que es Word, pero más cojudxs nosotrxs.
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Lo primero a preguntar sería: ¿Estamos vivos? ¿Hacemos teatro?
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De las provocaciones enviadas semanas atrás por Jaime Gómez Triana vía mail preparando esta mesa, me interesó en particular la primera de sus preguntas: ¿qué de lo teatral te mantiene en el teatro? A nadie se le ocurriría preguntarle a un médico qué aspecto de la medicina le ha permitido perseverar en el hecho sanitario; o a Neymar qué aspecto del fútbol le ha permitido perseverar en el mundo del espectáculo, la especulación financiera y la mafia internacional.
Evidentemente, para perseverar en cualquier profesión, hace falta cierto reconocimiento de algún otro. Reconocimiento que, en este mundo, cifra de maneras desproporcionadas, arbitrarias e injustas el valor de tu trabajo.
Pero perseveramos en el teatro no tanto porque hayamos logrado vivir de él -yo siempre digo que mi escritura periodística y mi trabajo como profesor en instituciones poco coherentes con la potencia y las obligaciones que la investigación práctica del teatro impone, son mis medios para auto subvencionar mi quehacer en mi grupo-; perseveramos en el teatro porque es muy difícil vivir sin él.
Me escucho y pienso si no estoy repitiendo el lugar común del “amor al arte”, “amor a la camiseta”, “vivir del aire”. Espero que no: me parece que la cuestión pasa por algo mucho más complejo y menos estancado en la supuesta especificidad romántica de nuestro oficio: la crítica radical al modo en que está organizado el mundo y nuestras relaciones. Incluyendo a las hoy hegemónicas también en el teatro.
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Por encima de las funciones, viajes y giras, y menos aún de los aplausos (en varias de nuestras obras mi compañera Pilar, asombrosamente: una tímida empedernida, ha intentado fraguar diversos dispositivos poéticos para justificar el que no salgamos al final de nuestras obras a recibirlos), a mí y a mi grupo lo que nos gusta es ensayar. Y más allá: la forma en que sabemos que una obra ha alcanzado su punto de madurez, tensión y libertad es cuando logramos desplegarnos en ellas frente a las espectadoras y espectadores no como si estuviésemos ensayando, sino haciéndolo en verdad. Punto de partida y de llegada de nuestro teatro, el ensayo nos remite a la naturaleza efímera de toda empresa y experiencia de vida.
Los problemas para estar aquí y ahora, la tendencia de nuestra mente a irse en un santiamén a otro lugar, y sobre todo a otro tiempo, denso y deprimente, asolado por los fantasmas de lo no hecho, lo que se debería hacer hecho, el por qué no se lo hizo, por qué se lo hizo de tal modo y no de este otro, etc. Las frustraciones y exigencias del pasado y el futuro nos asedian, incluso en el ejercicio de la mapaternidad. Incluso la generación de los y las llamadas milenials, adolece de esa doble enfermedad heredada de la cristiandad y las demás religiones monoteístas: haber venido al mundo más por deseo de un inexistente Espíritu Santo antes que por el deseo de hombres y mujeres que han poblado la Tierra de personas no deseadas por sus mapadres. Pero incluso quienes ejercemos estas funciones con placer y como fruto de una decisión racional y emocional comprometida, tenemos problemas para, cuando estamos frente a nuestrxs hijxs, relacionarnos con ellas y ellos en lugar de con los fantasmas de nuestras propias carencias.
¿Por qué hablo de mapadres y de hijxs? Porque en mi experiencia la perseverancia en el ejercicio de la mapaternidad se parece al ensayo teatral: un tiempo-espacio donde la crisis, el desequilibrio y el conflicto son tan inevitables como demandantes de la presencia, plena y total. En la mapaternidad y la filiación, terrenos del amor incondicional, todo es profunda y esencialmente pasajero en un sentido vertiginoso y exigente de nuevas soluciones, y cada segundo de precariedad es altamente demandante de esa presencia que el teatro persigue, cultiva y propaga. Igual que las actrices y los actores, las mapadres tenemos que estar donde tenemos que estar, ahí y entonces, aquí y ahora. O no. Y la vida será la consecuencia de ese juego de ausencias y presencias determinado tanto por el azar como por la dominación política, los sistemas económicos y la resistencia cotidiana que opongamos, o no, hacia esas fuentes de enajenación.
El mundo actual, cuyo rechazo es gran parte de lo que nos hace perseverar en el teatro, por más que institutos, universidades y teatralidades emblemáticas socialistas y neoliberales del siglo XXI se empeñen en convertir al teatro en una industria cultural, como si la panacea de la vida en el teatro fuera suicidar al teatro, poniéndolo al servicio rastrero de los intereses del Estado y/o el mercado y sus competencias, ese mundo -decía- está organizado de espaldas a las prioridades de la vida sensible y profunda, y en ese contexto, al igual que en las obras de teatro: ni cada segundo ni cada día ni cada año puede nuestra mapaternidad ser brillante y plena: la cuestión es el intento, el compromiso, el placer, el afecto.
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En el documental alemán “Alphabet: miedo o amor”, crítica radical a la educación imperante y necesario para ese mundo, incluyendo al ejemplar paraíso de las industrias y las indiferencias comunistas y capitalistas que es China, neurólogxs y pedagogxs alternativxs demuestran que, lejos de lo comúnmente aceptado y propagado, la competencia asesina la creatividad. Uno de sus más contundentes argumentos científicos descansa en la mismísima teoría de la evolución de las especies, comúnmente entendida como una competencia capitalista salvaje en el que habrían sobrevivido “los más fuertes”. ¿Pero en esta película gringa -o mexicana hollywoodense, lo mismo da-, quiénes son, quiénes fueron los más fuertes?
Resulta que el paso cualitativo crucial de la evolución fue el salto de los organismos unicelulares hacia los organismos multicelulares. O sea que, para ser más fuertes, nuestros antiquísimos ancestros tuvieron que ser manada, colectividad, grupo de teatro. Así que nos soy nada original al afirmar que el placer de la manada es fundamental para perseverar.
¿Pero qué comunidad? Una literalmente en pie y de cabeza, haciendo cosas en movimiento. En los tiempos en los que opté por esta profesión, abandoné la universidad porque ahí las cosas acontecían en pupitres, bancas y asientos, y, como todavía no había visto “Alphabet”, sentía culpa de abominar la competencia y de aburrirme del individualismo. Cuál sería mi sorpresa cuando, ya mayor, descubrí mis cualidades para el puesto de llanero solitario por excelencia: el de arquero de fútbol, un deporte que practiqué con obsesión y fanatismo inversamente proporcional a mis facultades para su ejercicio.
Lo anterior me lleva a pensar en dos cosas, fundamentales para nuestro perseverar -en este punto ya me es difícil la primera persona del singular: la noción de grupo como una tensión paradójica, una entidad en la cual sus integrantes no compiten entre sí, pero sí se confrontan, auto confrontan y exigen, necesariamente desde el afecto; y dos, el entendimiento del teatro como un juego en serio, un juego donde practicar, aprender y aprehender a madurar.
La madurez tiene muy mala prensa en ciertos terrenos y ambientes del arte. Para mí no se trata de pudrirse, ni de conservadurizarse, es decir: volverse reaccinarix; se trata de crecer, expandirse, y ciertamente sanar.
En mi experiencia, el teatro ha sido un lugar de reparación, uno donde he podido balbucear a los fantasmas de mi tragedia personal y nacional y ponerlos a jugar a favor de mi madurez e integridad humana. La asunción o construcción de la identidad, problema inmanente del teatro, el afecto y la política, desde una perspectiva que permita a los sujetos reconstruirnos desde nuestras heridas y rearmarnos en nuestros propios términos, a eso yo he aprendido a llamarle teatro. Y, como soy fanático de él, y además guayaquileño, es decir: casi congénitamente impaciente -por no decir: uno con capacidad idéntica para el carisma y la pendejada-, he generalizado diciendo: “el teatro cura”, cuando es evidente que eso depende.
El teatro también puede enfermar, sobre todo cuando, cruel como es, se lo hace sin procurar una confrontación radical con los propios límites, los propios credos, contra el poder y los privilegios que él nos confiere dentro de la pirámide de la exclusión.
La imagen/demanda paradójica de las mujeres y los hombres de teatro, concretamente en la dura época del socialismo del siglo XXI ecuatoriano, un socialismo ruin que, con retórica de izquierda, falseó los derechos laborales, expropió a las comunidades y pueblos originarios, atentó contra la naturaleza, vendió a la Patria mientras se enriquecía haciendo marketing del patriotismo y esclavizó a las mujeres reduciéndolas a úteros reproductores de cristianos, debiera ser la de un/una apátrida, en la línea de lo descubierto por Moliere acerca de la misantropía como forma apasionada, hecha nudo, del amor a la misma humanidad, sociedad y civilización que se rechaza.
Yo a veces siento que odio al Ecuador. Sé que el fascismo y sus tentaciones no habitan fuera de mi propio cuerpo, cultivado e inoculado por la conquista, la colonia, el cristianismo, la competencia, el marketing, las ansias de poder, Alianza País, Diario El Universo, etc. Odio al Ecuador en la exacta medida en que lo amo y dudo de su constitución, existencia y pertinencia, no sólo la suya, sino la de cualquier Estado, que es lo contrario a lo que se me aparece cuando veo y pienso a la nación, al pueblo, como una sociedad donde, desde el cariño y la derrota, conviven y coinciden personas más o menos buenas intentando hacer su lucha. Es decir: perseverando.
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Imagen de portada: Festival Independiente de Teatro Mínimo
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