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Irruptoras. “Diana Valarezo: Yo soy Ecuador”

Publicamos cinco posts que difunden estudios realizados por Ana Rosa Valdez sobre las artistas Jenny Jaramillo, Ana Fernández, Diana Valarezo, Marcia Acosta y Magdalena Pino, incluidos en el ensayo “Desgarrar un horizonte contemporáneo: Prácticas artísticas de mujeres y su relación con la FAUCE (1990-2000)”, que forma parte del proyecto “Irruptoras. Mujeres en la Universidad Central del Ecuador (1921-2021)”. Esta iniciativa fue dirigida por la historiadora del arte Susan Rocha, y resultó ganadora en la Convocatoria de Proyectos Senior de la Dirección de Investigación de la UCE en 2019. El texto analiza propuestas artísticas de artistas mujeres que estudiaron en la Facultad de Artes de esta institución académica en los años ochenta y noventa. A continuación se presenta un fragmento de este estudio, correspondiente a la artista Diana Valarezo, así como el ensayo completo en un documento PDF, incluido en la publicación mencionada.

 

Diana Valarezo: “Yo soy Ecuador”

Por Ana Rosa Valdez

En los años noventa Diana Valarezo concibió el arte como un lugar para la exploración sensible de su propia identidad. En sus obras producidas durante este período se observa el deseo de auscultar las fibras corporales de su feminidad; y, a partir de allí, su experiencia vital como un ser sintiente en conexión con la naturaleza y el universo. La artista se propuso reconocer estados mentales y emocionales a partir de vivencias significativas o traumáticas, sin recurrir a lo anecdótico o testimonial, sino más bien a través de una simbología personal en donde resaltan elementos de la cultura y religiosidad popular, la iconografía de los símbolos patrios, las visualidades prehispánicas y las huellas materiales de la cotidianidad. Las experiencias espirituales y afectivas también se convirtieron en oportunidades de autorreflexión, y el cuerpo se manifestó como un territorio protagónico en estas indagaciones. 

Diana Valarezo. Mujer pájaro (1991). Acrílico sobre lienzo. 120 x 120 cm 

Diana Valarezo. Fecundación (1991). Óleo sobre lienzo. 60 x 80 cm

Diana Valarezo. Entre agua y fuego (1990). Acrílico sobre lienzo. 150 x 150 cm 

En un inicio, Valarezo desarrolló lenguajes expresionistas y abstractos en sus pinturas, mientras estudiaba en la Facultad de Artes. En 1991, cuando estaba próxima a egresar de la carrera de Artes Plásticas, su producción consistía en representaciones de flores y formas vegetales que aludían al cuerpo y la sexualidad femenina, así como a la reproducción sexual y el origen de la vida. Obras como Mujer pájaro, Mujer abierta, Fecundación, incluso Entre agua y fuego, realizadas en los espacios de la facultad, aún están apegadas a la formación recibida en las aulas: buscan representar, de manera expresiva, la subjetividad de la artista a través del dominio técnico del oficio, e intentan ser autosuficientes con respecto a la propia experiencia personal de la autora y su entorno. Estas propuestas llamaron la atención de Betty Wappenstein, quien organizó una muestra en La Galería con cuatro egresados de la facultad: Marcia Abril, Gabriela Dávalos, Gonzalo Jaramillo y Valarezo. Allí la artista presentó las mencionadas piezas, entre otras de similar tesitura. 

Diana Valarezo. Orquídea (1991). Óleo sobre lienzo. 40 x 60 cm

Diana Valarezo. Orquídea (1991). Óleo sobre lienzo. 40 x 60 cm / Diana Valarezo. Mujer sangre (1992). Técnica mixta sobre lienzo. 90 x 95 cm

A finales de ese mismo año, una vez egresada de la facultad, comenzó una fase importante en la carrera de la artista, cuando se instaló, junto a Pablo Barriga, Jenny Jaramillo y Olvia Hidalgo, en el Antiguo Hospital Militar (AHM). Allí acondicionó uno de los espacios ocupados para crear su propio taller de experimentación artística. En este lugar continuó el proceso pictórico que había empezado en la facultad; Orquídea y Omnipresente, por ejemplo, provienen de esa búsqueda, pero fueron producidas en el nuevo taller. A partir de ese momento la artista comenzó a expandir sus recursos visuales, materiales y las maneras de concebir el espacio. 

Diana Valarezo. La muerte del sueño (1992). Acrílico sobre paneles de madera y hojas secas. Dimensiones variadas. Fotografía tomada en la muestra individual “Instalaciones” en el Antiguo Hospital Militar.

Diana Valarezo. Mujer – sangre (1992).  Instalación técnica mixta, pintura sobre papel, cintas de plástico encontradas y cartón. Dimensiones 2,30 m (ancho) x 4 m (largo).  Fotografía tomada en la muestra individual “Instalaciones” en el Antiguo Hospital Militar.

Esta etapa transicional se manifestó en la muestra individual “Instalaciones”, organizada en 1992 en el Antiguo Hospital Militar. La instalación como medio no era recurrente en ese momento en la escena artística local; por lo tanto, la artista decidió explorar sus posibilidades expresivas. A Valarezo le interesaba mantener una mentalidad de apertura hacia lo nuevo, es así como tomó distancia de los referentes locales del arte moderno y empezó a desarrollar una mirada crítica hacia las tradiciones estéticas y los relatos más ortodoxos de la historia del arte occidental. Una pieza que da cuenta de este cambio es Mujer Sangre, cuya imagen proviene de la instalación homónima presentada en la mencionada exposición. La pintura refleja el interés de la artista en la figura y corporalidad femenina, y en su propia identidad como mujer, una característica de sus obras anteriores, pero también incluye elementos orgánicos vegetales y un marco de satín fruncido, elemento tomado de su vida diaria. La incorporación de huellas de la experiencia cotidiana constituyó una estrategia de producción material que, posteriormente, le permitió Valarezo desplegar una autoexploración identitaria no solo dentro de los confines de su propia subjetividad, o en los parámetros formales de la pintura moderna, sino de manera más arriesgada en los intersticios del cuerpo social y las identidades colectivas. 

Diana Valarezo. Raíces en el alma (1994). Técnica mixta sobre lienzo y madera. 120 x 80 cm

Posteriormente, entre 1993 y 1994, la serie “Buscando las raíces” manifiesta una nueva manera de concebir lo artístico para Valarezo, en toda su plenitud y claridad. Su obsesiva búsqueda de sentido en las visualidades y soportes materiales de la cultura popular hizo eco en piezas clave de ese período como Yo soy Ecuador (1993), tanto en su versión instalativa como pictórica, Ofrendita (1993), La mudanza (1993) y Raíces en el alma (1994). El cambio en su producción refleja el quiebre que estaba ocurriendo en la escena artística de la época y que, posteriormente, dio lugar a las discusiones en torno a la posmodernidad que propiciaron una puesta en solfa, conflictiva y traumática, del paradigma moderno en el arte local. En la obra de Valarezo esta crisis se manifiesta en cuanto su mirada se proyecta más allá del espacio académico e institucional del arte hacia la vitalidad de la cultura en su devenir cotidiano. Esta transformación no solo ocurrió en la historia del arte local, sino en la propia sociedad ecuatoriana que se abría al flujo global de intercambios culturales en el marco de la agudización de la economía neoliberal en los años noventa.

Diana Valarezo. Yo soy Ecuador (1994). Acrílico sobre panel de cartón, plumas y frutas. Dimensiones variables. Fotografía tomada en el taller de la artista en el Antiguo Hospital Militar.

En la instalación Yo soy Ecuador Valarezo elabora una versión propia del escudo nacional, alterando su iconografía para encarnar un significado más personal. Aunque se trata de un gesto cuestionador, la propuesta estética no apunta a derribar metafóricamente las imágenes patrias, sino que interpela su función representacional y la pretensión de condensar la multiplicidad y heterogeneidad de un pueblo, así como la narración histórica de la cual pende su valor estético y su aparente sacralidad en el imaginario social. El sentido de esta apropiación artística, por lo tanto, no es la desaprobación meramente iconoclasta sino una reelaboración del símbolo patrio y el vínculo con lo que representa: la pertenencia a una identidad colectiva.

A través de la obra, la artista intentaba liberarse del peso social e histórico del escudo de armas, y esto trajo como consecuencia la necesidad de nuevos símbolos para expresar una búsqueda identitaria afincada en lo personal. Quizás impulsada por el proceso artístico que había desarrollado previamente, Valarezo encontró en la autorrepresentación una vía para resaltar la importancia del sujeto individual en el proceso de conformación de las identidades colectivas. 

Una figura en amarillo, similar a la que vimos en Mujer sangre, ocupa el lugar central de la instalación, constituyendo un núcleo alrededor del cual gravitan diversos elementos visuales. Para Valarezo el cuerpo es el lugar que alberga la exploración de la identidad, el punto de partida de la experiencia vital. Para representarlo, la artista recurrió al traslapamiento de dos formas de ver y entender del mundo: la ciencia y la religiosidad popular. La figura contiene una referencia biológica del cuerpo humano, específicamente el aparato circulatorio de las láminas educativas, pero el órgano central de este sistema posee un halo de fuego como el del Sagrado Corazón de Jesús. En la obra, el corazón y el sol constituyen símbolos de la vida. Un hemisferio de fuego arde dentro del óvalo del escudo, como una referencia a la deidad Inti del mundo prehispánico. El maíz y el banano se incorporan en este nuevo repertorio, así como un pequeño altar sobre el suelo que, mediante la forma ritual, refleja el sincretismo propio de las manifestaciones religiosas populares en el Ecuador y América Latina.

A través de una cuidadosa organización de los elementos simbólicos, Valarezo logra exponer la lógica interna de la representación del símbolo patrio. El gesto podría considerarse posmoderno (en la vertiente postestructuralista) por su interés en develar la fragilidad de los discursos que producen las iconografías de lo nacional, pero no había consciencia de ello en aquel momento. Los debates en torno al arte posmoderno vendrían años después, cuando un grupo de artistas, entre los cuales se hallaba Valarezo, fundó el Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo. Ella tuvo afinidad con las discusiones que se propiciaban en este espacio; finalmente, las teorías posmodernas posibilitaron un entendimiento de los lenguajes que la artista estaba experimentando en esa época. 

El uso discursivo del soporte de la pieza (cartón y styrofoam) es otro aspecto a resaltar, pues logra transmitir el carácter maleable de las identidades y subjetividades en su proceso de desarrollo. Son materiales que remiten al ámbito de lo ordinario, lo efímero y cotidiano, disociados de lo comúnmente considerado como artístico. El lugar de producción y exhibición de la obra, el Antiguo Hospital Militar, también expresa un ensanchamiento de los marcos habituales de la creación y circulación artística local. La pieza fue parte de la muestra “Pabellón 6”, en la que también participaron Pablo Barriga, Jenny Jaramillo, Olvia Hidalgo y otros. Para esa ocasión, en lugar de bananos la artista utilizó naranjas e incorporó una silla roja a la pieza. Ella no pudo estar presente para la inauguración, por lo que el artista Diego Ponce se encargó del montaje. 

Diana Valarezo. Yo soy Ecuador (1993). Técnica mixta sobre papel maché y lienzo. 180 x 140 cm

Para la pintura homónima, la artista reemplazó la forma del escudo por un sol radiante que ella asociaba con la deidad dadora de vida en las culturas precolombinas. Inti también aparece en la obra Matria (1994), en la forma de un elemento arquitectónico decorativo que Valarezo tomó del interior de la Iglesia de la Compañía de Quito. En esta pieza la artista buscaba feminizar la patria, la tierra a la que pertenecemos, aludiendo a la naturaleza como madre y a la nacionalidad con rostro de mujer. El manto azul con estrellas doradas proviene de la representación de la Virgen en la iconografía religiosa. 

Diana Valarezo. Matria (1994). Óleo sobre lienzo. 120 x 180 cm

El sincretismo cultural sin duda es un rasgo pronunciado en el trabajo de Valarezo de este momento. Ofrendita, su obra presentada en el Salón Mariano Aguilera en 1993-1994, también hace de la hibridez un mecanismo de enunciación poética. En una de sus caminatas por la ciudad, en las cuales se dejaba llevar por lo que veía, recogiendo objetos y materiales que llamaban su atención, la artista encontró un barco fabricado en el material que se utiliza para los castillos que se queman en las fiestas populares. La pieza consistía en el barco engalanado con cintas de colores y objetos cotidianos. No queda registro de esta propuesta, pero sí una obra derivada, Ofrendita II. La pieza consiste en una caja que contiene la imagen del barco que aparece en el escudo nacional del Ecuador, cuyo caduceo, según la heráldica local, representa el comercio y la navegación. Valarezo aprovecha este significado para hacer un comentario crítico sobre la crisis económica y social que se vivía en ese momento, incorporando las devaluadas monedas de un sucre a manera de exvotos en el fondo de la caja. Como si se tratase de un altar con ofrendas, la obra incluye imágenes de santos; en la vela del barco, por ejemplo, aparece la figura de San Lucas, patrono de los artistas, tomada de un retablo de la Iglesia de San Francisco de Quito. 

Diana Valarezo. Ofrendita II (1993). Técnica mixta sobre papel artesanal. 50 x 50 cm

De todas las obras que conforman esta serie, solo Yo soy Ecuador, en su versión instalativa, ha sido expuesta al público. Según Valarezo, estas propuestas no tuvieron una buena acogida en los espacios culturales de la época, un hecho que llama la atención si consideramos que uno de los tópicos recurrentes del arte local en los noventa es, precisamente, la crítica a los repertorios iconográficos de la nación. 

Diana Valarezo. Sombras en la conciencia (1995). Técnica mixta sobre tela. 120 x 120 cm

Diana Valarezo. Nudos mentales (1995). Técnica mixta sobre tela. 120 x 120 cm

Diana Valarezo. Fraccionamiento (1995). Técnica mixta sobre tela. 120 x 120 cm

A partir de 1995, ocurre otro giro de timón en la obra de la artista, quien comenzó a explorar de manera aún más profunda sus estados emocionales y afectivos. Las pinturas, instalaciones y performances que giran en torno a la serie “Sombras en la consciencia” pretenden llevar al lenguaje visual, de manera muy velada, estados de confusión mental y preguntas existenciales sobre la vida y la muerte. De este proceso provienen piezas autorrepresentativas como Sombras en la conciencia, Nudos mentales y Fraccionamientos, todas realizadas en 1995, en las que prevalece la metáfora de las ataduras que restringen la consciencia plena de una misma. Líneas gruesas se retuercen sobre las figuras que flotan diáfanas en la superficie pictórica. El tratamiento acuarelado del óleo otorga a las siluetas la liviandad suficiente para sugerir estados emocionales.  

Diana Valarezo. Cárcel mental. Alambre y papel maché. Dimensiones variables. Fotografía de la acción realizada en la exposición de la Pre-Bienal de Cuenca en 1996, en el Salón del Pueblo. Imagen de la acción realizada y detalle de la obra.

En su afán por complejizar su proceso creativo y experimentar con los medios artísticos, Valarezo llevó esta reflexión a una pieza que resulta particularmente interesante por el lenguaje que desarrolla. Cárcel mental fue presentada en la exposición de la Pre-Bienal de Cuenca de 1996, en el Salón del Pueblo. En el espacio semicircular que conforma una de sus salas, la artista instaló una representación de las ataduras mentales, fabricadas en alambre y papel maché, sobre las que proyectó luces que producían sombras en la pared blanca. Esta pieza constituye un antecedente de prácticas que, posteriormente, en la escena artística local apuntaron a desarrollar un concepto ampliado de dibujo. Durante la muestra, Valarezo realizó una “acción” en medio de la obra, colocándose en posición fetal con el rostro cerca del suelo durante varios minutos. Asimismo, planificó un registro de la misma, que hoy podría considerarse una foto-performance. La imagen expresa de manera elocuente el agobiante peso de las “marañas mentales” que, según la artista, entorpecían su proceso de autoconocimiento y calma emocional. 

Diana Valarezo. Vía de sombras (1996). Técnica mixta sobre tela. Políptico de 31 piezas de 25 x 25 cm c/u. Fotografía de la obra y detalles

Diana Valarezo. Vía de sombras (1996). Técnica mixta sobre tela. Políptico de 31 piezas de 25 x 25 cm c/u. Fotografía del montaje en la exposición del Museo Municipal de Guayaquil en 1996.

Ese mismo año, la artista participó en una exposición colectiva en el Museo Municipal de Guayaquil, junto a Diego Ponce, Olvia Hidalgo y Patricia Escobar, con la obra Vía de sombras (1996), también llamada Vía Crucis. El políptico estaba compuesto por una suerte de rosario de 31 imágenes de desaparecidos, tomadas de un archivo de Amnistía Internacional. La obra también fue presentada en su exposición individual “Sombras de la conciencia” en la Galería Art Forum de Quito en 1997. En esta ocasión, incluyó un poema escrito por la artista a través del cual buscaba manifestar un proceso de autoindagación espiritual. Un hecho fundamental para entender el trabajo de la artista en este período fue el fallecimiento de su padre, un acontecimiento traumático que ella intentó comprender a través del arte. Una obra que alude específicamente a este hecho es Plegaria a la memoria (1997). Para Valarezo, el recuerdo de su padre era como una “sombra en la conciencia”. Esta propuesta también formó parte de la muestra en Art Forum. En este espacio realizó un performance dentro de la instalación, dejándose atravesar por ella, física y simbólicamente, como un momento de introspección sanadora.

Diana Valarezo. Plegaria de la memoria (1997). Instalación de alambre y poemas sobre acrílico. Dimensiones variables. Fotografía del montaje y performance de la artista.

Aunque las obras artísticas de Diana Valarezo de los años noventa resultan significativas para entender un cambio de mentalidad en la producción del arte local, no han sido debidamente estudiadas en cuanto antecedentes de procesos artísticos que años después se desarrollarían reiteradamente, al punto de convertirse en nuevos relatos de la historia del arte local —por ejemplo, la crítica a la identidad nacional o la noción ampliada de dibujo—. En la entrevista realizada para esta investigación, la artista mencionó que se sentía como un “fantasma” en las narraciones sobre el arte en el Ecuador, quizás debido a la distancia que decidió establecer con el campo artístico desde 1998, cuando viajó a China para realizar estudios de postgrado. La artista permaneció en ese país durante cinco años, a su regreso el contexto de debate y efervescencia de ideas propiciado por el CEAC no era el mismo. Ana Gabriela Rivadeneira, Alexis Moreano, César Portilla, entre otros, migraron, y una nueva generación tomó la posta. Intentó dedicarse a la docencia y participar en eventos culturales, pero no ha dejado de percibirse a sí misma lejos de los epicentros del arte local en la actualidad. Actualmente, la artista vive entre Bélgica y Ecuador. Su más reciente exposición individual se realizó en la galería N24 (Quito) en febrero del 2020. 

Leer el ensayo completo aquí: Desgarrar un horizonte contemporáneo – Ana Rosa Valdez

Libro completo “Irruptoras. Mujeres en la Universidad Central del Ecuador (1921-2021)”

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