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Irruptoras. Jenny Jaramillo: Camuflages e imágenes sobre la cultura local

Publicamos cinco posts que difunden estudios realizados por Ana Rosa Valdez sobre las artistas Jenny Jaramillo, Ana Fernández, Diana Valarezo, Marcia Acosta y Magdalena Pino, incluidos en el ensayo “Desgarrar un horizonte contemporáneo: Prácticas artísticas de mujeres y su relación con la FAUCE (1990-2000)”, que forma parte del proyecto “Irruptoras. Mujeres en la Universidad Central del Ecuador (1921-2021)”. Esta iniciativa fue dirigida por la historiadora del arte Susan Rocha, y resultó ganadora en la Convocatoria de Proyectos Senior de la Dirección de Investigación de la UCE en 2019. El texto analiza propuestas artísticas de artistas mujeres que estudiaron en la Facultad de Artes de esta institución académica en los años ochenta y noventa. A continuación se presenta un fragmento de este estudio, correspondiente a la artista Jenny Jaramillo, así como el ensayo completo en un documento PDF, incluido en la publicación mencionada.

Desgarrar un horizonte para el arte contemporáneo (fragmento)

Por Ana Rosa Valdez

En el Ecuador, entre los años ochenta y noventa del siglo pasado, la crisis del paradigma estético del arte moderno se produjo cuando aparecieron intereses conceptuales, medios, materiales y emplazamientos no convencionales que empezaron a proyectar el arte hacia el campo ampliado de la cultura. Esta transición fue parte de un proceso que se venía dando en el escenario internacional desde fines de los años cincuenta¹. Uno de los signos visibles de esta transformación era que los indicadores de artisticidad de la modernidad dejaron de funcionar como parámetros exclusivos para definir el arte. Así, la obra de arte dejó de concebirse únicamente como expresión de una subjetividad excepcional (genio autor), un hacer virtuoso o una técnica vinculada a la tradición de las bellas artes, y se abandonó la noción de obra única, perdurable e irrepetible.

El primer texto que alumbra un entendimiento teórico de esta circunstancia en el campo artístico local es “Antigüedades recientes en el arte ecuatoriano” de Lupe Álvarez (2000). En este ensayo ella disecciona los problemas estructurales de la escena artística local (la precariedad institucional, las deficiencias en la educación superior, la falta de profesionalización, un coleccionismo desinformado, un mercado del arte inexperto, complaciente y con tendencia inflacionaria, una mirada esencialista sobre la identidad cultural, el fantasma de la “inautenticidad cultural” y el rechazo a lo foráneo, entre otros) y describe lo que, en ese momento, se avizoraba como un proceso de cambio caracterizado por la necesidad de renovar el sentido del arte. Ella destaca el período de 1990 como un florecimiento del arte local, aunque paradójicamente ocurrió en medio de una crisis económica, social, institucional y discursiva que afectó al campo de la cultura.

En el segmento titulado “Entrando al baile”, Álvarez analiza un conjunto de propuestas artísticas que evidencian esa transformación. De ese estudio se desprende una interpretación del arte contemporáneo que cabe resaltar por su temprana aparición en una escena que aún no se había consolidado para el fomento del mismo. La autora resalta una vuelta a la función social del arte a través de prácticas que se alejan de las estéticas militantes y las retóricas esencialistas, y que no ilustran un discurso político sino que, más bien, expresan comentarios o reflexiones sobre la propia experiencia del individuo en medio de la conflictividad social. “Es por ello que el tono de las nuevas prácticas es ajeno a la convicción y la arenga. Se ubica tangencialmente a la actitud, y esgrime la ironía y el sarcasmo, unas veces, otras el escepticismo y la distancia, como modos de atraer visiones más ancladas en la complejidad de los procesos reales”. 

Álvarez se refiere a ciertos artistas que tienen la “voluntad de tomarse espacios infrecuentes”, y que gana terreno “la noción ampliada del arte que lleva implícita una visión estratégica e instruida del acto creativo, medida en su pertinencia y capacidad de inserción”. Menciona, además, que más allá de una actitud provinciana, “se esparce también la voluntad de participar de los avances del discurso sobre el arte emitido desde América Latina”. Trabajar de manera colectiva y no casarse con un solo medio, sino explorar la interdisciplinariedad, también son rasgos característicos. En cuanto a los lenguajes del arte nuevo, como ella lo denomina, indica: “Sus signos son: la apertura hacia morfologías que provienen de la herencia conceptual, puestas en escena con sentido de momento y lugar; ruptura con la tendencia mistificadora e idealizante al enfrentarse a los emblemas de la ecuatorianidad; y, enfrentamiento a la tendencia de fijar contenidos críticos en estéticas predecibles y estilos de autor”². Esta interpretación del arte que irrumpe en la escena cultural de los noventa tiene como antecedente la experiencia de Álvarez como tallerista e investigadora en proyectos del Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo (CEAC). 

En un estudio reciente, María Fernanda Cartagena (2021) plantea que en los ochenta y noventa emergen prácticas artísticas que cuestionan a las instituciones y relaciones que dominaban el sector artístico. La crisis del paradigma moderno se profundiza en los noventa a través de un creciente número de actores y espacios que se manifiestan estética y políticamente. “La redefinición de la noción tradicional del arte, la búsqueda de un nuevo impulso y función del arte en la sociedad, y la expansión en la exploración de morfologías y lenguajes, inauguró un nuevo régimen discursivo articulado bajo la categoría de arte contemporáneo”.

Cartagena coincide con Álvarez en algunos puntos, pero su perspectiva, al estar beneficiada de una mayor distancia histórica, refiere de manera general algunas agendas que se desarrollan en este período: “Los artistas abordan, con diferentes niveles de desarrollo, agendas de género, derechos humanos, ecología, espiritualidad ancestral, colonialismo, racismo, memoria indígena, diversidad sexual, identidades subalternas, conflictos fronterizos, y se manifiestan sobre la situación política, social y cultural del período, lo que da cuenta de una redefinición de lo político más allá de las ideologías o militancias partidistas tradicionales”. En este ensayo, la autora se enfoca en la “crítica institucional como práctica artística” y propuestas que buscaron “desacralizar y deconstruir las retóricas del Estado-nación en el marco de la aguda crisis institucional y financiera del país” (Cartagena, 2021, p. 169). 

A diferencia de Álvarez, Cartagena sí refiere la existencia de agendas de género y diversidad sexual en la producción artística del período, un tema desarrollado por Christian León en un estudio reciente sobre arte, género y poder en los noventa. El autor menciona que “la historia del arte ecuatoriano fundamentalmente estuvo narrada por críticos, historiadores hombres que construyeron un relato que visibilizó el genio masculino e invisibilizó los procesos creativos femeninos”. Posteriormente, agrega: “En Ecuador, a partir de los años noventa, esta situación cambió drásticamente con la presencia de un conjunto de artistas mujeres que devolvieron la mirada al sujeto masculino deconstruyendo los mitos patriarcales”. La perspectiva de este texto, publicado en 2019, es coherente con el ascenso del feminismo como discurso, práctica y enfoque en la escena del arte local en la segunda década del siglo XXI.

Además de señalar la mirada femenina que comienza a disputar un lugar en el campo artístico desde los años noventa, León enfatiza los lenguajes y estrategias contemporáneas que las creadoras desarrollan: “Los caminos para esta apertura a las perspectivas sexo-genéricas van a venir de la cantera del conceptualismo, el apropiacionismo, la crítica institucional, pero también del arte corporal, el performance y el videoarte que confluyen en la escena contemporánea”. Además, analiza brevemente el trabajo de las artistas a través de cuatro líneas: “aproximaciones críticas a la pintura, la escultura expandida y el arte de objetos, así como las prácticas corporales”. Aunque el estudio de Léon es panorámico y no se detiene a analizar obras y prácticas en profundidad, constituye un antecedente de la presente investigación.

Otro precedente a considerar es la exposición “Amarillo, azul y roto. Arte y crisis en los años 90 en el Ecuador”, realizada en el Centro de Arte Contemporáneo de Quito en 2019. La curaduría, a cargo de Manuel Kingman y Pamela Cevallos, destacó la relación de las prácticas artísticas y las crisis sociales, económicas y culturales de la época desde una visión antropológica del arte. Por lo específico del tema tratado en la muestra, no se incluyó propuestas de artistas como Jenny Jaramillo, Diana Valarezo, Ana Gabriela Rivadeneira, entre otras; no obstante, el texto curatorial señala: “Con  relación  a  la  década  del  noventa,  hay  que  decir que existen una serie de problemáticas y temas que podrían abordarse en futuras exposiciones, por ejemplo, la importante presencia de artistas mujeres que irrumpieron en un campo del arte frente a la hegemonía masculina” (Cevallos y Kingman, 2019, p. 217).

Como mencionamos en la primera parte, además de las investigaciones de Álvarez, Cartagena, León, Cevallos y Kingman, existen otras muy relevantes que han estudiado ese período³: Batista (2013), Kingman (2012), Kingman y Cevallos (2017), Oleas (2018) y Rivadeneira (2021). Asimismo, cabe resaltar las críticas escritas durante aquellos años por Lenin Oña, Trinidad Pérez, Inés Flores, Milagros Aguirre, Mónica Vorbeck, Rodolfo Kronfle, Cristóbal Zapata, entre otros. Pese a la multiplicidad y rigurosidad de estas contribuciones, escasean investigaciones desde la historia del arte sobre los lenguajes y procedimientos propios del arte contemporáneo que caracterizaron las obras, exposiciones y proyectos específicos realizados en esa década. Esta situación se agrava cuando se trata de mujeres artistas. El acceso restringido a documentos históricos y fuentes bibliográficas, y la ausencia de proyectos institucionales dedicados a crear y difundir la memoria del arte del siglo XX, empeoran esta situación.

Mujeres artistas / Artistas feministas

A diferencia de los movimientos, estilos y procesos del arte moderno local, el arte contemporáneo, desde los años noventa, fue un espacio de posibilidad y progresiva visibilidad para las mujeres, quienes realizaron contribuciones primordiales para reflexionar sobre los conceptos del arte e impulsar su desarrollo por medio de la creación, gestión, curaduría y crítica, como han argumentado Batista y León.

El papel de las mujeres fue determinante en la renovación de los repertorios temáticos asociados a lo femenino en el período estudiado. Los intereses estéticos y discursivos hacia el cuerpo, la identidad, el género, la sexualidad, la cotidianidad y la intimidad, revelaron las particularidades de una sensibilidad femenina que reflejó su actualidad mediante una idea de las mujeres como partícipes del campo cultural en igualdad de derechos y oportunidades, en contraposición a la mirada fundamentalmente masculina del arte moderno sobre estos temas a lo largo del siglo XX. 

Esto no quiere decir que previamente no existieron autoras que de manera encomiable contribuyeron a pensar el arte desde la perspectiva femenina. Las artistas de generaciones predecesoras abrieron un camino de posibilidades que, en los noventa, fueron aprovechadas por creadoras que trabajaron desde las especificidades del arte contemporáneo emergente. Entre las artistas que estudiaron en la facultad en la década de los setenta y el primer lustro de los ochenta, resaltan Dolores Andrade, Pilar Flores, Leonor Bravo, Magdalena Herdoíza, Eulalia Nieto, Paulina Baca, María Salazar, Clara Hidalgo, Marcia Valladares, Grace Solís, Marcia Vásconez Roldán, Elena Grijalva, entre otras. 

Con respecto a los noventa, cabe emprender un estudio pormenorizado de las mujeres artistas que provocaron la emergencia del arte contemporáneo, y que se formaron total o parcialmente en la Facultad de Artes. Desde una perspectiva muy general, se podría decir que en esta década sobresalen Jenny Jaramillo, Ana Fernández, Diana Valarezo, Olvia Hidalgo, María Verónica León, Nancy Vizcaíno, Josset Herrera, Marcia Acosta, Raquel Acevedo, Ana Gabriela Rivadeneira, Rosa Jijón, Consuelo Crespo, Magdalena Pino, María Verónica León, entre otras, a quienes no hemos podido incluir en el presente estudio por el alcance limitado de la investigación. El trabajo de Rivadeneira, en esta época, se destaca más como fundadora y gestora del CEAC. Jijón, aunque estudió en aquellos años en la facultad, consolidó una obra solvente más bien en la década del 2000. Y Acevedo, aunque no estudió en la Facultad de Artes sino en la Escuela de Derecho, participó en reuniones y conversaciones sobre arte previas a la conformación del CEAC (Rivadeneira, 2021).

Como se ha mencionado previamente, este constituye un estudio exploratorio de las obras de Jenny Jaramillo (Quito, 1966), Diana Valarezo (Guayaquil, 1968), Ana Fernández (Quito, 1963), Marcia Acosta (Quito, 1969) y Magdalena Pino (Ambato, 1957). Estas artistas, al igual que otras que surgen en este momento, desgarran un nuevo horizonte para el arte: manifiestan una actitud irreverente frente a la tradición de las bellas artes, desarrollan prácticas conceptuales y buscan replantear la definición de lo artístico, tienen apertura para experimentar con medios heterogéneos, provocan la desmaterialización del objeto mediante el gesto artístico, rechazan el privilegio del virtuosismo técnico, cuestionan a la institucionalidad cultural y la subalternización de lo femenino en la sociedad, la historia y el campo cultural. Asimismo, las artistas eluden tareas impuestas por el arte moderno local: representar la identidad, la cultura y la geografía nacional —la esencia de la ecuatorianidad—, plasmar la realidad social con fines emancipatorios, dialogar con lo universal desde lo local o ancestral, traer al presente los legados prehispánicos, innovar permanentemente los lenguajes artísticos de forma vanguardista, definir qué es o cómo debe ser el arte ecuatoriano. Esta hipótesis se desarrollará en los acápites posteriores por medio de un análisis del corpus.

En su estudio sobre feminismo y arte latinoamericano, Andrea Giunta propone “cuatro opciones de identificación en el arte realizado por mujeres”: 

  1. Artistas que se sitúan dentro del feminismo y realizan un arte feminista (p. 72); 
  2. Artistas que “se diferencian del feminismo artístico, se autorrepresentan como artistas mujeres e investigan las propuestas de un arte femenino” (p. 74); 
  3. “Artistas mujeres que realizaron una obra con una iconografía transgresora de los parámetros existentes, con representaciones en que la mujer ocupa un espacio inédito, pero que no admiten ser identificadas como feministas ni como mujeres, sólo como artistas” (p. 73); y, 
  4. Mujeres que no se identifican como tales, sino sólo como artistas, “optando por una estética universal indiferenciada, formalista, en la que ni siquiera quedase el rastro de su subjetividad”. Ellas intervienen desde la lógica de los lenguajes vanguardistas, que utilizan sus colegas varones, en el espacio de configuración del poder (p. 77).

Siguiendo el esquema de Giunta, podríamos decir que Jaramillo, Valarezo y Pino se reconocieron a sí mismas como mujeres en el campo artístico, mientras que Fernández y Acosta se identificaron con las ideas feministas, algo infrecuente en la época. Para darle cuerpo a esta caracterización, se procede a analizar y valorar los temas, problemas y visualidades que se desarrollan en obras escasamente estudiadas o que no cuentan con ninguna reflexión o aproximación crítica hasta el momento. 

De ninguna manera, esta reflexión pretende tomar el pulso a una generación, menos aún arriesgar una perspectiva crítica sobre la misma. Por el contrario, se propone examinar propuestas específicas para, de este modo, comprender y valorar determinados lenguajes que desarrollaron las artistas mencionadas luego de su formación en la Facultad de Artes. Se busca demostrar que sus obras constituyen un antecedente vital para el arte producido en el siglo XXI, especialmente para las obras que exploran asuntos relativos a la mirada, la subjetividad y el cuerpo femenino, la condición de las mujeres en la sociedad y en el campo artístico, así como los discursos y prácticas feministas en el arte. Como hemos señalado antes, la perspectiva de análisis se orienta desde la historia del arte en diálogo con los estudios visuales.

 

Jenny Jaramillo: Camuflages e imágenes sobre la cultura local

Desde su primera muestra individual en 1991, Jenny Jaramillo manifestó una actitud crítica con respecto al medio pictórico a través de sus camuflages. La artista realizó la exposición en la Asociación Humboldt, luego de egresar de la Facultad de Artes, y obtuvo una buena acogida entre el público. Un par de años después, la crítica de arte Trinidad Pérez escribió: “Esta muestra sintetizó las preocupaciones y cuestionamientos que habían marcado su trabajo de estudiante: rechazo a la pintura como oficio tradicional y reafirmación de que el arte, más que dominio técnico, es concepto y proceso” (1994, p. 45). Esta descripción acierta en situar la obra de la artista en las antípodas del arte moderno. Para comprender el giro conceptual y procesual que ofrece la pintura de Jaramillo es preciso conocer cómo ella producía los camuflages

En un principio, grandes tablas de madera de pino eran recogidas y llevadas al taller, ahí se ensamblaban a manera de contenedores usando clavos, cuerdas o telas; posteriormente sobre las superficies se arrojaba el látex, los pigmentos, el óleo dejando que los materiales actúen bajo su propia naturaleza: así la pintura chorreaba, goteaba y fluía. El trabajo demandaba un gran esfuerzo físico, contrario a la vulnerabilidad y fragilidad que supone la producción artística desde una mujer. Los trabajos eran ejecutados in situ, a la existencia efímera se sumaba el carácter procesual y temporal. En su totalidad, esta lógica hacia el objeto o la instalación se resolvía mediante el empleo del color, la gestualidad y uso de recursos gráficos […] Al sentido de extrañeza que estos objetos provocaban, por su presencia monumental, le seguía su olvido las grandes cajas o puertas eran abandonadas, y terminaban mimetizándose con la estructura arquitectónica o el caótico escenario urbano.  (Jaramillo, 2014, p. 73)

Materiales ordinarios servían de soporte al hecho pictórico, provenían del mundo cotidiano y allí retornaban luego de debutar como artefactos artísticos. Jaramillo explora, de esta manera, la performatividad de la pintura: no solo son relevantes las imágenes creadas, sino también el proceso que las origina. El acto de pintar se vuelve significativo como parte fundamental de la obra. Desprovista de una materialidad perdurable, la propuesta artística permanece como idea y memoria. 

Al tratar de caracterizar la pintura contemporánea, Schwabsky refiere: “Contemporary painting retains from its Modernist and Conceptualist background the belief that every artist’s work should stake out a position —that a painting is not only a painting but also the representation of an idea about painting (that is, the painting’s idea of painting)” (2002, p. 8). Podríamos decir que los camuflages de Jaramillo son pintura contemporánea precisamente porque, en lugar de aferrarse a la objetualidad como un repositorio de la “esencia” del arte, estas piezas constituyen una idea sobre la pintura y expresan la posición de la artista con respecto a lo artístico.

Jenny Jaramillo. Sin título (1990). Mixta sobre papel y lienzo. Instalación e intervención

Jenny Jaramillo. Sin título (1990). Mixta sobre papel y lienzo. Detalle de instalación

Esto no quiere decir que las piezas no hayan sido visual o materialmente elocuentes, o que no hayan probado un prolijo desenvolvimiento técnico, sino que su valor artístico estaba más afincado en el gesto de la artista, en su irreverente actitud hacia la pintura —tal y como se entendía en ese momento— y en la temporalidad que determinaba la existencia efímera de las obras, más que en la destreza manual o la maestría del oficio. Véase el interés de Jaramillo en la experimentación técnica:

Los camuflajes pictóricos se realizaron siguiendo el principio del collage, sobreponiendo y rasgando imágenes, colores, materiales (telas, papel, pintura), se pegan, se cosen, se sostienen a sí mismos, la pintura deviene objeto que se construye desde el reconocimiento de la presencia del cuerpo en tensión con la escala y el peso de los materiales en donde la presencia psíquica actúa bajo el azar, la indeterminación y lo imprevisible. La superposición de capas de papel en los camuflajes crean objetos que se ubicaban en los límites de los soportes bidimensionales, así la pintura se cuelga, sostiene, se suspende de la pared, la columna o en el piso del espacio de la galería, tensionando la lógica espacial del cuadro. (Jaramillo, p. 74). 

Esta descripción de los camuflages pone en jaque la definición de la pintura moderna que, según Clement Greenberg, debía fundarse sobre la planitud —entendida como la “cualidad única y exclusiva del arte pictórico” (p. 113)—, la autonomía con respecto a otros medios como la escultura (p. 114) y la circunscripción de la pintura a una superficie limitada: el cuadro⁴ (p. 119). Es interesante que Jaramillo no hable de objetos pictóricos, sino de un devenir objetual de la pintura, es decir, un proceso o acontecimiento. Por ello, aunque la obra pictórica se manifiesta como objeto material, su valor simbólico no reside en él⁵. Esto resulta evidente si consideramos que la artista desechaba los soportes físicos una vez que las obras se presentaban en el espacio del arte, es decir, los liberaba al espacio social en donde carecían de algún contexto aurático. Así las obras de Jaramillo dan cuenta de la desmaterialización que caracteriza al arte contemporáneo.

Jenny Jaramillo. Sin título. Mixta sobre papel y lienzo. Detalle de instalación e intervención en el Antiguo Hospital Militar

La pintura contemporánea opera en el desplazamiento y desborde del soporte tradicional de la pintura, como sugiere Schwabsky (2002, p. 8). Esto no solo significa transgredir los bordes del cuadro, sino cuestionar el imperativo de que esos bordes existan. Lo propio ocurre con la planitud: se vuelve innecesaria la estricta diferenciación con respecto a la escultura. Estas cualidades son perceptibles en los camuflages de Jaramillo, que abandonan la separación entre los medios artísticos dictada por el modernismo. Pérez refiere que en ellos, “los términos pintura y escultura pierden su significado tradicional y se combinan para crear un objeto distinto (¿esculto-pintura?)” (1994, p. 46). Otra manera de interpretar esta condición es que en el desplazamiento y desborde del soporte, los camuflages no solo espacializan la pintura, sino que señalan el contexto en el cual se presentan: el taller de pintura de la Facultad de Artes, el espacio galerístico o, posteriormente, los interiores del Antiguo Hospital Militar. Esos espacios se vuelven singularmente relevantes por el hecho de que las obras son efímeras. Su tránsito por estos lugares puede considerarse antropológico, pues se trata de una ocupación simbólica⁶.

En 1992, Jaramillo produjo una obra que puede considerarse una transición entre los camuflages y sus pinturas posteriores de 1993 y 1994. Pérez resalta que piezas como Sin título mantienen “el carácter de reciclaje y las manchas de la obra anterior, pero integrando otro elemento: la crítica: Así los símbolos (¿mitos?) de «nuestra nacionalidad» (el mapa del Ecuador amazónico, el plátano, el tigre, la iguana) están pintados en la superficie de la caja o son piezas intercambiables del interior de la misma” (Pérez, 1993, p. 46). Aquí se perfila uno de los debates más interesantes de la producción artística de los años noventa en el Ecuador: la crisis de la idea de ecuatorianidad y cultura nacional que había influido y, en ocasiones, determinado el deber ser del arte desde fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX⁷

Jaramillo forma parte de una generación que interpela las mitologías de lo nacional que, en un momento de crisis estructural como el de los años noventa, comienzan a resquebrajarse en un escenario social y cultural que busca integrarse a la dinámica global (la emigración, el acceso a internet y la creciente circulación de productos culturales de otras latitudes aceleran este proceso). La nueva camada de artistas no padecía el temor a la “inautenticidad cultural” que podía generar la apertura a lo foráneo (Álvarez, 2000), sino que buscaba en los referentes internacionales otras posibilidades de conocimiento (Rivadeneira, 2021). Este proceso culminaría, en la primera década del siglo XXI, en lo que Rodolfo Kronfle denomina “la disolución del nacionalismo en el arte” y la emergencia de artistas que abrazan la definición de postnacionales (Kronfle, 2007-2009, pp. 123). 

Jenny Jaramillo, Sin título, 1992, Técnica mixta sobre cartón, 120 x 90 x 90 cm.

La apropiación crítica de los símbolos patrios que se observa en Sin título de 1992, obra temprana de este debate, expresa una pregunta por la identidad nacional, pero a diferencia de cómo el arte moderno intentó dirimir esta cuestión, la obra de Jaramillo ostenta una incapacidad para ofrecer una respuesta convincente. En lugar de ello, la interrogante gravita sobre la imagen fracturada de la tan ansiada ecuatorianidad, cuyas iconografías resguardan y reproducen los libros escolares y actos cívicos. Antes que en los discursos políticos, históricos, cívicos, literarios o artísticos, es en la cultura popular y la cotidianidad donde la artista encuentra la posibilidad de reflexionar sobre aquella pregunta de manera subjetiva, íntima, de forma distinta a como lo venía haciendo Pablo Barriga desde los años ochenta. Sobre esto volveremos más adelante.

La exposición realizada en La Galería en 1993 contribuyó a robustecer la poética autoral de Jaramillo y a posicionar su trabajo como un referente en el medio. En ese momento, el “kitsch”, la cultura popular, la cuestión de género y una crítica a los valores patriarcales de la “alta cultura” que conforman el proyecto de nación se convirtieron en las coordenadas conceptuales de su obra pictórica, así como una visión crítica sobre el lugar de subalternidad otorgado o, más bien, impuesto a lo femenino en el campo artístico (Jaramillo, 2014, p. 76). 

Las obras presentadas en aquella muestra son definidas por la artista como “figuraciones paródicas de la realidad” (p. 76). Difícilmente, se puede encontrar una mejor descripción. Veamos los antecedentes de Jaramillo en aquel momento:

En su estudio sobre las artes visuales del siglo XX, Hernán Rodríguez Castelo —quien construye una primera narración histórica sobre este período en el Ecuador— refiere que en la generación de los ochenta se consolida una neofiguración “de conciliación y síntesis de expresionismo e informalismo [de décadas precedentes]; de intenciones expresionistas y libertades informalistas” (1988, p. 103), que se manifiesta principalmente en el feísmo y magicismo (p. 109). El autor resalta a Nelson Román, Washington Iza, Ramiro Jácome, José Unda, Napoleón Paredes, Juan Villafuerte, Hernán Zúñiga, Miguel Varea, entre otros. 

Desde una perspectiva diferente —apoyada en las teorías del arte contemporáneo—, Lupe Álvarez se refiere a los “nuevos expresionismos” que se desarrollan principalmente en la pintura de los ochenta y noventa, cuyos referentes se encuentran en “los nuevos salvajes alemanes, en la figuración libre y en el panorama variopinto legitimado con el nombre genérico de bad painting” (2004, p. 11)⁸. Las características de las obras son “las grandes escalas y la transgresión intencional de convenciones ligadas al buen hacer y a la preservación de reglas de estilo y decoro, atesoradas históricamente por la gran pintura”. 

Álvarez también se refiere al “sincretismo y provocación de estilo”, una vertiente que, a partir de la condición posmoderna, “usa la ironía, el pastiche y la parodia, como recursos hábiles para estremecer los cánones y vulnerar la autoridad de los paradigmas hegemónicos”. Advierte “una actitud independiente hacia la cultura y el progreso, unas veces mofándose de lo que se considera «buen gusto», otras fusionando libremente estilos históricos”, y el interés en códigos expresivos que rebasan los órdenes estéticos aceptados, “señalando con ello la vitalidad de tradiciones populares y modos alternativos de enfrentar el arte” (p. 12). Asimismo, la teórica resalta un “descentramiento de la pintura” y “entradas a la práctica conceptual” en el período mencionado (p. 16). 


Jenny Jaramillo. Madre símbolo (1993). Técnica mixta sobre tela. 150 x 150 cm.

Las “figuraciones paródicas de la realidad” de Jaramillo, producidas entre 1992 y 1994, revelan sus antecedentes en estas prácticas. Tomemos como ejemplo la obra Madre símbolo (1993) para analizar su visualidad y descubrir posibles conexiones. La composición se estructura a partir de la imagen central de la Virgen de Quito, un préstamo simbólico del mundo colonial que pervive en la realidad ecuatoriana. Las alas de la figura están coloreadas con el tricolor patrio. El mapa nacional —vigente en ese momento— pugna su lugar en la superficie pictórica desde una almohadita juguetona que busca liberarse de la bidimensionalidad. El lugar en el que se desenvuelven estos elementos no es el escenario celeste que usualmente abraza a las deidades en la pintura religiosa, sino un espacio híbrido construido con manteles de cocina que la artista trae al cuadro como fragmento de la realidad y como representación. 

La manera en la que Jaramillo se refiere a la iconografía religiosa, nacional, popular y asociada con lo femenino, se expresa efectivamente como una figuración paródica de la realidad que ella habita cotidianamente. En este momento, la artista produce sus obras en el Antiguo Hospital Militar; en este espacio, su taller colinda con el de Pablo Barriga y Diana Valarezo. Desde allí emprende frecuentes caminatas al centro histórico de Quito. La visualidad que la rodea en sus recorridos está atravesada por la herencia barroca, el comercio popular e informal, el turismo cultural y una dinámica urbana vertiginosa. Los materiales que usa provienen de aquellas inmersiones en lo social. La técnica es coherente con esa heterogeneidad: la tela es cortada y cosida, el bastidor se expone y se camufla, el área pictórica es plana en ciertas áreas y, en otras, se vuelve irregular o se manifiesta como objeto tridimensional. Esta mixtura de componentes y procedimientos expresa un comentario paródico de la realidad social, las retóricas de lo nacional y la concepción predominante de lo femenino, expresada en una idealización de la maternidad, el mundo de lo doméstico y el quehacer manual. 

Por otro lado, en las “figuraciones paródicas” de Jaramillo encontramos una sintonía con los códigos posmodernos de representación artística. La heterogeneidad, fragmentariedad y mixtura que caracterizan estas obras pueden asociarse con lo que Frederic Jameson denomina disyunción esquizofrénica:

Quisiera describir la experiencia postmoderna de la forma con lo que parecerá, espero, una fórmula paradójica: la tesis de que «la diferencia relaciona». Nuestra propia crítica reciente, de Macherey en adelante, se ha ocupado de acentuar la heterogeneidad y las profundas discontinuidades de la obra de arte, que ha dejado de ser unificada y orgánica para convertirse casi en un cajón de sastre o cuarto trastero de subsistemas inconexos y todo tipo de materias primas e impulsos aleatorios. En otras palabras, la antigua obra de arte ha pasado a ser un texto cuya lectura tiene lugar por diferenciación más que por unificación (1984, pp. 17-18).

La organización de lo cultural y visualmente diverso en la propuesta artística de Jaramillo está influida por la manera en la que el Pop se reinterpretó en la escena local. Por ello, en sus obras, la diferencia refleja el descentramiento de una identidad cultural otrora unificada bajo la ficción del mestizaje, y abre una nueva concepción de la cultura local que se expresa en la heterogeneidad y diversidad. Elementos visuales procedentes de distintas prácticas culturales colisionan entre sí de manera discontinua en pinturas como Madre símbolo, Especialista en curvas, Las mujeres buenas se van al cielo y las malas a cualquier parte y Seis de bastos que no juega. Lo que está en juego en estas piezas es una identidad en conflicto, que se niega a la reconciliación armónica de sus componentes. El kitsch (elemento clave en su poética), el legado colonial, lo popular, lo femenino… reclaman su lugar en el lienzo tanto como disputan su legitimidad en los procesos culturales del país. La contemporaneidad de esta visión de la cultura estriba en que no refleja fielmente la época, sino que emerge anacrónicamente de ella —como diría Agamben (2008)— como oportunidad, tentativa, pregunta. 

Jenny Jaramillo. Seis de bastos que no juega (1994). Óleo y acrílico sobre lienzo. 220 cm x 150 cm. Primer Premio Salón Mariano Aguilera, 1994

Jenny Jaramillo. Especialista en curvas (1993). Acrílico y óleo sobre lienzo. 150 cm x 150 cm. Fuente: Sitio web de la artista

Con respecto a la cuestión de género, en una entrevista con Manuel Kingman (2012), Jaramillo comentó que le interesaba trabajar con “imágenes de un imaginario de lo local” que circulaban en su vida cotidiana, “cosas que yo rechazaba y que me definían como mujer” (p. 120). Aunque la artista no desarrolló en ese tiempo un statement o discurso propiamente feminista, de sus obras se desprende un mirada crítica con respecto a su condición de mujer en la sociedad y a la necesidad de desidentificarse de cánones o códigos culturales sobre el deber ser del arte (Jaramillo citada en Batista, 2013, p. 97). 

Al referirse a la prolijidad artesanal de las obras expuestas en La Galería, Pérez señala que esta se da “como una valoración de la minuciosidad y paciencia e implica una crítica a los estereotipos machistas y feministas de la mujer: para el machismo lo manual como símbolo de incapacidad intelectual y para el feminismo de sumisión” (1994, p. 47). Entre las causas de una no filiación al discurso o práctica feminista en los noventa, Jaramillo refiere que existía un miedo a vincularse con esas ideas, un estereotipo del feminismo y una falta de diálogo entre las mujeres artistas, que ocasionó la falta una articulación discursiva sobre lo que hacían o querían proponer (Jaramillo citada por Batista, 2013, p. 171). 

En el texto que acompañó la participación de la artista en la VI Bienal de La Habana, en 1997, Álvarez comenta:

Las preocupaciones de la autora rozan tópicos diversos: el entorno doméstico y sus atributos estéticos vinculados a expresividades menospreciadas, los indicadores de una banalización de la religión, el machismo como figura de seducción – victimación, los rasgos de la feminidad controvertida que se presenta en su conflictividad. Estos jirones de la experiencia de mujer latina, usufructuaria de patrones dominantes y depositaria de un acervo venido a menos, son resueltos declamando, o podría ser, poniendo en entredicho la vocación pintoresca, estridente y calurosa, que nos presenta como otredad, imagen indulgente de una identidad caótica y exuberante.

Según esta reflexión, Jaramillo no cede ante un deber ser femenino ni feminista; su trabajo no responde a un discurso elaborado, sino que problematiza su condición de mujer, sus propias ideas acerca de la feminidad y los imperativos sociales que la atraviesan. De esta reflexión surgen posibilidades emancipatorias para la propia subjetividad, corporalidad e intimidad, sin que ello signifique necesariamente una reivindicación social o colectiva. No obstante, la artista deja la puerta abierta: “De alguna manera en mi trabajo hay una reflexión sobre eso sin que haya estado atravesado por una conciencia de que esos discursos están anclados en un discurso feminista, pero está ahí, se articulan para las personas que hablan de mi obra” (Jaramillo citada en Batista, 2012, p. 97).

Para Ana Gabriela Rivadeneira, a partir de las exposiciones realizadas en la Asociación Humboldt y La Galería, Jenny Jaramillo “irrumpe en el espacio simbólico del arte como un referente artístico”. Estas muestras, de alguna forma, desafiaron

…un espacio de formación igual de compartimentado que los salones, premios y bienal locales (que debían escoger sin más opciones dos especializaciones, por un lado, pintura o escultura y, por otro lado, grabado o cerámica), y, sin embargo, su trabajo irrumpía sin vacilaciones ni complejos en terrenos desconocidos, confundiendo las etiquetas, volviendo porosas las fronteras disciplinares, potenciando así el carácter amateur del arte (Rivadeneira, 2020). 

En la exposición “Pabellón 6” realizada en el Antiguo Hospital Militar, en 1994, la artista realizó Piel, pared, galleta, obra que se convirtió en un hito del performance en el Ecuador. Un año después, fue parte de la fundación del Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo. Entre 1994 y 2000, participó en varias residencias y exposiciones fuera del país, en Plymouth, Lima, Provincetown, La Habana, Amsterdam, Dublín, entre otros. Sus exploraciones instalativas, performáticas y videográficas han sido estudiadas por Christian León (2004) y María Belén Moncayo (2008). En la actualidad, su trayectoria es reconocida como un referente del arte contemporáneo local. 

Notas

  1. Andrea Giunta (2014) refiere: “¿Cuándo comienza el arte contemporáneo? Los parámetros son múltiples. Se inicia, en un sentido, cuando se interrumpe la idea de arte moderno. El arte contemporáneo es aquel que ha dejado de evolucionar (idea preciada en el arte moderno). Es, también, el que señala un desvío importante respecto de la autonomía del lenguaje: el mundo real irrumpe en el mundo de la obra, en el que se produce una violenta penetración de los materiales de la vida misma. Los objetos, los cuerpos reales, el sudor, los fluidos, la basura, los sonidos de la cotidianeidad, los restos de otros mundos ingresan en el formato de la obra y la exceden. Mucho de esto sucedió con el dadaísmo y el surrealismo. Sin embargo, su profundización y generalización se producen en el tiempo de la posguerra, principalmente desde fines de los años cincuenta. Tal desestabilidad involucra una crítica a la modernidad que se profundizará y tendrá un lugar visible, disruptivo con el debate poscolonial”.
  2. Aunque en este ensayo Álvarez esboza un perfil tentativo del arte contemporáneo local en los años noventa, en una entrevista reciente sostiene que este se caracteriza por su falta de definición. Se refiere a las ideas de Nelson Goodman, quien explora el cambio de paradigma del arte con respecto al modernismo y la imposibilidad de responder a la pregunta de “¿qué es el arte?”, la cual sustituye por la interrogante “¿cuándo hay arte?” (1978, pp. 87-94): “Lo situacional empieza a ser la característica fundamental de estas prácticas, que se desentienden de la idea de una producción enclavada en objetos […] Mi aproximación al arte contemporáneo pivota alrededor de las siguientes categorías: situacional, desmaterialización, antiforma, discursividad, performatividad y textualidad” (entrevista personal, enero 2021). Estas coordenadas guiaban el pensamiento de Álvarez sobre el arte contemporáneo cuando llegó al Ecuador en 1995. 
  3. El proyecto de investigación Archivas & Documentas. Mujeres Arte Visualidades en Ecuador, desarrollado por Tania Lombeida y Gary Vera, es fundamental para los estudios sobre mujeres artistas en la historia del arte local. Sin embargo, los resultados de esta pesquisa aún no se encuentran publicados o disponibles para consulta, según informó Lombeida en una entrevista personal. Desde marzo y abril de 2021, ella comenzará a trabajar en una plataforma en línea para difundir y promover el uso de los contenidos del proyecto.
  4. Greenberg refiere que “… la elaboración de un cuadro significa, entre otras cosas, crear y elegir deliberadamente una superficie plana y también deliberadamente circunscribirla y limitarla” (p. 199).
  5. Álvarez sostiene que en el arte contemporáneo “…una materialidad o cualidad objetual concebida en términos metafísicos es improcedente. Los residuos materiales que se desprenden del desmontaje de una instalación, emplazamiento, estructura axiomática, site specific, o de cualquiera de las morfologías que derivaron del interesante trabajo de Rosalind Krauss, «La escultura en el campo expandido», no tienen aura, tal y como este elemento fue entendido para referirse a la percepción tangible de la autenticidad, y de su valor cuando se trataba de objetos únicos” (2016). 
  6. En obras posteriores de Jenny Jaramillo, como Piel, pared, galleta, esta operación se potencia estéticamente a través del performance. Para ver un análisis de esta obra, se sugiere revisar la tesis de Maestría en Antropología Visual de Jenny Jaramillo (2014) y el libro de Manuel Kingman titulado Arte contemporáneo y cultura popular. El caso de Quito (2012). 
  7. Al respecto, Álvarez (2000) menciona: “Las variantes del indigenismo, del realismo social, del precolombinismo, desde diferentes nociones del sentido y la función del arte, se han inscrito en búsquedas que tienen lugar cimero en el panteón de los arquetipos simbólicos de lo propio.  En el momento en el que estas tendencias alcanzan poder, sus filones dentro del problema identitario tienen contexto y pertinencia, conforman los imaginarios nacionalistas que, históricamente, han satisfecho la necesidad de construir identidades de resistencia frente a los modelos importados desde Europa y los Estados Unidos. Estos imaginarios fueron muy importantes para los procesos independentistas e incidieron en el desarrollo de una conciencia nacional que articulaba su valores a partir de referentes propios. Sin embargo, la postura defensiva de lo propio llevada hasta sus últimas consecuencias, atraería males como la incapacidad de reconocer como legítimas nuevas condiciones de intercambio cultural. Esta postura ha coadyuvado a la formación de una mentalidad incapaz de aceptar las complejas elaboraciones de tradiciones diversas que propician las formas actuales de consumo cultural” (s/p).
  8. En el año 2004,  el entonces flamante Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC) de Guayaquil, se produjo la exposición “Poéticas del borde”. Allí Lupe Álvarez reflexionó sobre la producción artística del período transicional entre lo moderno y lo contemporáneo. La exposición no buscó definir un borde claro entre ambos, sino la situación ambigua en la que se manifiestan propuestas que, aunque se distinguen de lo moderno, carecen de un posicionamiento y un discurso que las pueda situar en “la apertura de un horizonte cultural para el arte, fuera de los dominios estéticos tradicionales” (2004, p. 7). La cota temporal de la exhibición fue de 1971 a 1999, con énfasis en los años noventa. La nómina de artistas que participaron en la exposición, cuyas obras analiza Álvarez en el texto curatorial mencionado, es la siguiente: Marcelo Aguirre, Luigi Stornaiolo, Tomás Ochoa, Patricio Palomeque, Carlos Rosero, Hernán Cueva, Joaquín Serrano, Judith Gutiérrez, Flavio Álava, Julio Mosquera, Pablo Cardoso, Marcos Retrepo, Jorge Velarde, Xavier Patiño, Jorge Jaén, María Teresa García, Mauricio Bueno, Larissa Marangoni, José Avilés y Lucía Chiriboga.

Leer el ensayo completo aquí: Desgarrar un horizonte contemporáneo – Ana Rosa Valdez

Libro completo “Irruptoras. Mujeres en la Universidad Central del Ecuador (1921-2021)”: https://bibliotecadigital.uce.edu.ec/s/P-D/item/1403?fbclid=IwAR1QQh2FjViMGws3YjHKVVHSTZdxBTM8vynZTtv8hkUhm-U_M8-bzz0fNXM#?c=0&m=0&s=0&cv=0

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