La exposición antológica de Jaime Andrade Moscoso (1913-1990), inaugurada en el mes de enero en el Museo Universitario de la Universidad Central del Ecuador (MUCE), refleja una de las trayectorias más importantes del arte moderno en el país. A través de la curaduría rigurosa y prolija de Susan Rocha es posible reconocer a un gran muralista, escultor y educador del que poco conocen las nuevas generaciones.
La muestra proviene de una investigación de largo aliento que comenzó cuando el Fonsal en el año 2013 comisionó textos para realizar una publicación sobre el artista. Esta iniciativa no se concretó, pero constituye el antecedente del proyecto del MUCE. En el 2017, cuando la Facultad de Artes de la universidad propuso organizar una muestra de sus docentes, por el quincuagésimo aniversario de su fundación, Rocha planteó la necesidad de conmemorar a Andrade, quien elaboró el proyecto original de la facultad y motivó la creación de esta entidad desde 1967, un año antes de su apertura. La idea suscitó interés y desde ese momento se comenzó la investigación curatorial, la gestión de recursos y préstamo de obras, ardua labor en un país de precarias condiciones para el arte.
Pero podríamos remontarnos aún más atrás, cuando Rocha trabajaba como curadora en los museos del Banco Central del Ecuador. En ese tiempo ya veía la necesidad de organizar una antológica de Andrade desde una perspectiva crítica de la historia del arte. Esta intención se concretó en los últimos tres años en los que ella se ha dedicado enteramente a esta labor, utilizando métodos de la historia cultural para analizar no sólo el proceso creativo del artista sino también sus importantes contribuciones a un pensamiento local sobre la educación del arte.
Un aspecto relevante de la curaduría es concebir a los murales, esculturas, dibujos y grabados Andrade no sólo como obras en el sentido moderno, sino como prácticas situadas en el contexto de desarrollo del arte moderno en el Ecuador. Esto es fundamental porque en su trayectoria Andrade atravesó distintos umbrales de nuestra modernidad artística. Su formación en la Escuela de Bellas Artes estuvo basada en el academicismo decimonónico que perduró en las primeras décadas del siglo XX; luego, transitó por el indigenismo de un modo peculiar, sin fomentar un discurso propiamente indigenista de denuncia social, sino enfocado en una relación más sensible con el mundo indígena. El ancestralismo, desde la visión de una cosmología universal, también fue un momento importante de su carrera, así como como la abstracción, que representa una fase de madurez en los años ochenta. La curaduría da cuenta de este proceso a través del énfasis en la objetualidad de las obras como detonante de una experiencia sensible, a través de la cual el público accede a una dimensión material de la práctica artística de Andrade. La museografía (a cargo de Anthony Arrobo) favorece esta aproximación, pues logra reconfigurar el difícil espacio del MUCE para articular un recorrido sin paredes divisorias, y resaltar la visualidad y materialidad de las piezas.
Para realizar esta exposición fue determinante el apoyo de Jaime Andrade Heymman, también artista y arquitecto, quien posee un archivo de fotografías, textos, publicaciones y obras en papel, tan cuidadosamente conservado que facilita cualquier tarea de investigación. El hijo de Andrade ha sido el gran promotor de esta muestra desde antes de ser concebida en el MUCE.
Compartimos en Paralaje un ensayo curatorial de Susan Rocha y un registro fotográfico realizado por Daniel Andrade.
Ana Rosa Valdez
Paralaje.xyz
La creación artística como motor de la investigación: La trayectoria de Jaime Andrade
Texto curatorial por Susan Rocha
Para Jaime Andrade la creación siempre fue una experiencia vital, muy relacionada con su entorno, que le proporcionó varios referentes visuales: la figura humana indígena femenina, la naturaleza andina, la corporalidad de la pareja, las festividades locales, solo por nombrar algunos de los temas plasmados en sus esculturas, dibujos y grabados. Sin embargo, no pretendió llenar estas formas de un significado que les “agregue” un valor extra artístico, ni explicar sus gestos desde una retórica social o política. Él sabía que el valor de su obra radica precisamente en su particular manejo del lenguaje artístico y en especial de la composición, que era fruto de su forma singular de percibir el espacio, el tiempo y el mundo. Pero ¿cómo llegó a esa concepción del arte? Para responder a esta pregunta, vamos a recorrer su trayectoria en relación con los cambios que la escultura como tal tuvo en el siglo XX.
El filósofo y crítico Gotthold Lessing, en 1766, realizó varias reflexiones alrededor de los límites del arte. Para él, la escultura debía ser estática y desplegar cuerpos en el espacio. Esto la distingue como un arte espacial, que difiere de uno temporal, como es el caso de la poesía o el teatro. Aunque todo lo que habita el espacio existe dentro de un tiempo específico. Los límites que Lessing trazó para diferenciar a la escultura de la pintura, el teatro o la poesía fueron desapareciendo durante el siglo XX gracias a la experimentación del arte moderno. La escultura fue cada vez más un gesto de poetizar el espacio e incluso, retomando a Hölderlin, de habitar poéticamente en esta tierra. Ese habitar poético implica jugar ilimitadamente, imaginar sin límites para inventar un mundo de imágenes al buscar la esencia de las cosas.
Andrade también fue rompiendo los contornos que limitaban a la definición más clásica de la escultura en el transcurso de su trayectoria, que inicia con obras academicistas, y luego con otras más vanguardistas, pero con criterios de frontalidad y rigidez. Más adelante, jugó y experimentó hasta llegar a diluir la frontalidad y la rigidez para dar paso a un criterio de tridimensionalidad donde las obras se aprecian desde todos los puntos de vista, y se da gran importancia al vacío. Finalmente, con sus Volantes (1970 – 1986), logró que su obra sea una representación espacio – temporal y cinética que depende del viento.
Este proceso es fruto del valor que Andrade le otorgó a la experimentación y al libre juego en el acto de creación, y que le permitió investigar en las diversas posibilidades de los materiales y las formas que utilizó. Para Schiller el arte y la humanidad se sostienen a través del juego, ya que el hombre es ser humano solo cuando juega. Andrade varias veces defendió el juego como una forma de mantener la mente fresca para crear.
La obra del artista puede leerse como un gesto de antropofagia porque asimila una serie de referentes sensoriales, reacciona visualmente ante ellos para convertir esas formas en obras de arte. Esa asimilación es fruto de una búsqueda constante por abandonar la imagen canónica, conservadora y academicista que le fue enseñada en la Escuela de Bellas Artes, donde estudió entre 1925 y 1932, es decir, entre sus doce y diecinueve años. Esta experiencia contrastaba con las imágenes modernas y agudas que su hermano mayor Raúl Andrade (Kanela) plasmaba en la revista de arte y cultura Caricatura desde 1919, es decir, desde que Jaime tenía seis años.
Su indagación por un arte propio se acrecentó cuando Camilo Egas en un viaje al Ecuador trajo consigo un libro de Picasso que fue su primer referente de arte moderno por fuera de la caricatura. Egas era muy amigo de Carlos Andrade Kanela quien, junto a Juan Pavel, Efraín Diez, Sergio Guarderas, Pedro León y Guillermo Latorre, apoyó la creación del primer espacio para exhibir el arte nuevo del Ecuador, la Galería de Arte Moderno Egas en 1926. Esta duró muy poco tiempo abierta. Así mismo, todo este grupo tuvo prácticas culturales que intentaban que se abriera una modernidad estética que, por la cercanía, podemos inferir que Jaime Andrade conocía.
En esas reproducciones de Picasso, Andrade, aún estudiante, reconoció algo, intuyó que estas le abrirían las puertas de un mundo diferente al de la belleza grecorromana y clásica de las reproducciones que copiaba en clases, y más cercano al de su hermano y los amigos que este tenía. Por ello, al poco tiempo de finalizar sus estudios de la EBA, retrató en cemento a su hermano Kanela y tres de sus amigos que intentaban modernizar la escena quiteña del arte: Kanela, Sergio Guarderas, Guillermo Latorre y Pedro León. Solo expusimos tres porque el busto de León se encuentra en Alemania.
Para Heidegger, el arte abre las posibilidades de ser en el mundo y durante cada expectación se abre un mundo posible. Mirar el libro de Picasso le permitió a Andrade explorar en una forma distinta de concebir el arte, y su influencia estaría presente más adelante en algunas indagaciones de cubismo sintético. En las imágenes que observó, la belleza está siendo suplantada por la expresión, la artisticidad y la originalidad, como pasaba con las caricaturas de su hermano. Ese nuevo mundo se abrió aún más cuando viajó (1941-1942) a la New School for Social Research de Nueva York, con una beca otorgada por el mismo Camilo Egas, quien fue además su profesor en esta escuela.
Esta fue una época de asimilar, asimilar y asimilar muchas imágenes que rompían con las nociones artísticas que se habían normalizado en el Ecuador. Por ejemplo, en Quito, la escultura en madera era vista como un rezago colonial, siempre policromada, con ojos de vidrio y temática religiosa de corte barroco. En contraste, en Nueva York, Andrade miró esculturas modernas elaboradas en madera, sin color, ni pan de oro, e inclusive, elaboradas sin boceto previo. Este método lo traería consigo y lo enseñaría en la Escuela de Bellas Artes. Asimiló también el muralismo mexicano que estaba floreciendo en Estados Unidos, y que al volver plasmó en varios espacios de la ciudad. Igualmente, asimiló la talla directa de la piedra sin bosquejo previo y el uso de herramientas eléctricas para aplicarlas en la piedra y la madera.
Mujer de Pie (1954) es una de sus obras emblemáticas talladas en madera. Ha sido leída por la historiografía del arte como una obra indigenista. Esta mujer no se encuentra trabajando, con sus manos se toca ella misma en un gesto de autoprotección, formando un escudo con sus antebrazos; sus pies están descalzos sobre una estructura circular, como acontece con la “Virgen” apocalíptica de Legarda. El paño colocado sobre la cabeza parece más una mantilla y por ello también podría ser una reminiscencia religiosa, que nos hace verla como una “Madre Dolorosa”, solo que, en lugar de tener las manos en el corazón, las coloca sobre su cuello, como ahogando su propia voz. Llaman la atención estos referentes formales en Jaime Andrade, que provenía de una familia abiertamente liberal y anticlerical. Se podría pensar que estos referentes le permitían expresar el sufrimiento ligado al sacrificio. La obra tiene un criterio de frontalidad y rigidez que se repite en las otras esculturas de este núcleo. Este movimiento limitado puede deberse a que la misma fue elaborada en un solo tronco, lo que hace que los brazos y las manos sean tratados como relieves que sobresalen de una sola masa. Este tratamiento de la madera desplazó a las ideas que había acerca de este material en el contexto local.
La motera (1946), en su título hace referencia a un oficio históricamente desarrollado por el sector indígena, la venta ambulante e informal de alimentos en las urbes. Se trata de una representación vertical de una mujer tallada en un solo bloque de piedra, para ser incorporada en la edificación de una casa, a manera de columna. Este uso arquitectónico que la imagen tendría hace que la misma sea esbelta, frontal, rígida y que el movimiento no exceda al bloque, aún así, usa líneas serpentinas para representar una pequeña inclinación de la cadera que indica que va a caminar.
Veinte años más tarde, realizó una Mujer leñadora (1974) en metal. Aquí se aprecia una asimilación del cubismo sintético en la sinopsis formal que le permite doblar, soldar, calar y repujar el metal para lograr detalles como el acabado de la chalina. La leña aquí parece más bien el fuego, se representa como llama y no como tronco, por su manera de concluir en delgadas puntas. El material le permitió realizar una composición triangular, más aérea, que integra al vacío en la escena y lo hace parte de la escultura, que empieza a dilatarse; ya no se trata de una maza de madera o piedra, sino de metal, lo que le permite extenderse.
Andrade entraba y salía de la figuración, el tema de la mujer indígena lo trabajó en varias etapas de su vida, mientras esculpía además otras cosas. Por ello, una década más tarde, retoma la piedra para retratar a una Pastora (1983), elaborada en un solo bloque sólido, del cual salen como en alto relieve el bastón, la ropa y el bulto que carga. En este núcleo se observa que Andrade representó a la mujer indígena, en un entorno urbano y campesino. Aunque más que la etnicidad o la reivindicación de una lucha de clases, donde el indígena representa al proletariado, a Andrade le interesa la figura humana como figura, no como cuerpo individual o social, sino como una forma.
Al mismo tiempo que talló la Pastora, Andrade representó el entorno que rodeaba a la propiedad donde él tenía su taller. Mantaguantag. Esta es una comunidad rural ubicada en Puembo a pocos kilómetros de Quito. Por su historia de economía hacendataria, para la época estaba poblada por varios huasipungos que Andrade retrata con dos maquetas de piedra y metal. No se trata de una mímesis de las casas indígenas, sino de un esquema que hace de fondo para unos cuerpos elaborados con metal doblado. Ambas esculturas se apropian de la forma de dibujar en el espacio del escultor Alexander Calder, solo que, en lugar de alambre, Andrade dobla tiras de metal.
En la década de 1940, Andrade realizó dos esculturas de Danzantes. La primera en madera y la segunda en piedra. El referente de ambas imágenes es el mismo. Se trata de una representación del mundo indígena, no desde el trabajo o desde el dolor, como se hacía en el indigenismo, sino desde la festividad andina. Aunque la danza es en esencia movimiento, ambas piezas son sólidas, hieráticas, no integran al vacío, poseen una frontalidad evidente. Pero ambas nos permiten ver como el danzante de madera posee una representación más detallada, y al año siguiente el danzante de piedra es más sintético, gracias a una esquematización geométrica.
Como los artistas de las vanguardias históricas buscaron una mayor expresividad en las piezas africanas, de Oceanía o americanas. Andrade buscó en lo indígena andino referentes formales que le otorguen una originalidad a su obra. Iliana Almeida realizó un análisis semiótico de estas obras, relacionándolas con la cosmovisión andina. Ella mira a los Danzantes de Andrade como la representación del árbol de la vida, su penacho es el cielo, su base es la tierra que se dirige hacia los cuatro mundos. Es difícil saber si Andrade era consciente de esta interpretación, o si le interesaba la cosmovisión andina. Lo que sí se puede afirmar es que este fue un tema importante en su trayectoria.
Al hablar sobre la antropofagia, el antropólogo Carlos Jáuregui escribió que, “en la incorporación algo siempre se pierde y algo siempre se gana”. Andrade incorporó en su obra parte de su experiencia de investigación etnográfica visual, que realizó junto a Oswaldo Viteri, Leonardo Tejada, Elvia de Tejada y Olga Fisch en la década de 1960 y que se plasmó en el libro Arte Popular del Ecuador. Esto se gestionó desde el Instituto Ecuatoriano de Folklore (IEF), cofundado por Andrade. Al viajar por el país buscaban reconocer expresiones de artisticidad en las expresiones populares e indagar en las estéticas locales. Andrade se concentró en la visualidad de la fiesta y los juguetes.
En Carrusel (1979) Andrade se apropió de objetos adquiridos en estos viajes. Usó las muñecas de trapo que vendían popularmente las cajoneras y las coloca en una escultura móvil. La obra está conformada de una parte que sirve de base y contiene espejos que reflejan a las muñecas, y otra parte triangular y aérea, que se cuelga del techo y que culmina con canicas de colores incrustadas, que brillan con la luz. El móvil gira alrededor de los espejos. Es inevitable pensar que otro de sus referentes fue el circo que Calder elaboró medio siglo antes y que también se componía de piezas cinéticas.
Ese mismo año realizó los Equilibristas (1979) en metal, otra obra que nos recuerda a los dibujos en tres dimensiones que Alexander Calder realizó con alambre enrollado o doblado. Los personajes circenses de Andrade también son elaborados con la misma técnica, lo que les da una pequeña posibilidad de movimiento y los hace visualmente livianos. Gracias a la suelda, se adhieren a una estructura metálica que representa a una cuerda floja bastante estable. Esta obra es como un dibujo proyectado en el espacio; a diferencia del carrusel que es totalmente tridimensional, y puede ser apreciado por todos sus lados, los equilibristas poseen un frente.
Andrade desarticuló y rearticuló la forma figurativa en sus obras, al tiempo que entró y salió de la abstracción y la figuración, incluso llegó a elaborar obras de ambas tendencias al mismo tiempo. Así, desde los años setenta se enfocó mucho más en la forma geométrica, donde el vacío tiene un papel muy importante dentro de la composición y es una parte fundamental de la obra. Aquí se rompe el criterio de frontalidad que había estado presente en sus obras anteriores, y en su lugar se aprecia una reflexión sobre la tridimensionalidad. Esto hace que estas piezas sean sugestivas desde todos los puntos de vista. Se trata de una obra de madurez.
Para crear sus obras, Andrade investigó constantemente la forma, el color y la materia, de hecho, cada selección de un tema conlleva un proceso de experimentación. Sus búsquedas formales implicaron el aprender a mirar los detalles de la naturaleza y encontrar en ellos esquemas geométricos. Flor Roja (1981), Flor de cactus (1981) o Escultura IV (1986) muestran la montaña andina y los elementos que la constituyen, comprimidos y esquematizados.
Andrade aplicó la geometría tanto en la representación de elementos figurativos presentes en la naturaleza como en esculturas abstractas. Al mirar estas obras es imposible dejar de preguntarse ¿cómo se relacionaron estas esculturas con el “internacionalismo artístico”? Ese modelo de abstracción geométrica realizado en América Latina a mediados del siglo XX, se desentendió de cuestiones nacionalistas e identitarias. En contraposición, Andrade buscó en su entorno los referentes visuales para estas imágenes.
Sismógrafo y Flor Roja son obras simétricas, donde Andrade aplicó progresiones geométricas que le dan una tridimensionalidad muy equilibrada. En esta época, el artista empezó a incorporar piedras en estado natural dentro de sus obras. Esto se debe a la idea de que la naturaleza es una gran escultora, a que el río es capaz de bruñir y pulir la piedra. Por ello, Andrade decidió compartir su autoría con la naturaleza. A esta tercera y última etapa él la llamó “reconciliación”. En contraposición, su relación anterior con la piedra había sido primero de “maltrato”, por el cansancio y dolor que le producía el realizar murales de gran formato como el de la Universidad Central o de la Caja del Seguro, actual IESS. Su segunda etapa fue de “revancha”, vengándose de la piedra, dándole él la forma a través de la talla.
Los abrazos y la relación de pareja fueron un tema importante de reflexión formal para Andrade entre 1960 y 1986. Su Pareja (1986) es una forma poética de representar el amor romántico. La obra nos recuerda al mundo soñado de las parejas de Chagall, dado que la representa rompiendo las leyes de la gravedad, es decir, volando en medio de un abrazo donde él le besa la frente. Para realizarla utilizó planos metálicos doblados y soldados. Esta escultura fue un regalo para su hijo Jaime y su esposa. Antes de esta pieza, realizó una serie de abrazos que llegan a fundirse en una sola pieza, a volverse uno con el otro.
Entre 1970 y 1986, como un paso más para vincular en sus obras espaciales a la temporalidad y volver a la escultura más aérea, Andrade realizó una serie de Volantes. Se tratan, en su mayoría, de estructuras geométricas, móviles, metálicas policromadas con canicas incrustadas que brillan con la luz. También utiliza otros materiales como la lana con papel e hilo. Este sería el momento de concreción del proceso de investigación, experimentación y creación artística de Jaime Andrade.
Su primer Volante (1970) es monocromático, y es el único elaborado como una sola pieza colgante. En Farol (1975), introduce color y las canicas; en Volante II (1978) crea varias estructuras que se comunican entre sí a través del movimiento. Además de la policromía y las canicas, le coloca espejos en las puntas, que pueden reflejar los otros fragmentos de la obra. Finalmente, crea estas piezas con materiales menos duraderos, como el papel, el hilo, el corcho, el plástico y la lana. Esta es una etapa de abstracción geométrica.
Andrade, entre 1979 y 1982, realizó una serie de Planetas con piedras tomadas del entorno natural a las que él les creó vías lácteas metálicas. Él les dio el nombre de Estrellas Naufragas a las rocas que reposaban en los ríos, porque para el escultor eran astros que habían caído desde el cielo. En este sentido, el metal policromado crea una nueva gravedad, que hace que parezca que las piedras flotan sobre una vía láctea escultórica. Arriba de las piedras, en todas estas obras de encuentra la otra mitad de la vía láctea metálica anclada al techo, con ello, todos los Planetas son móviles.
En esta serie Andrade también recurrió a la simetría. Las piedras colocadas al centro se convierten en el núcleo y conector de dos estructuras similares. Estas obras son fruto de una investigación visual del espacio, el peso, la forma y el color, que termina representando al universo. Este núcleo asimismo dialoga con la obra de Alexander Calder, que en la década de 1930 decidió representar las estrellas en metal cromado creando unas estructuras colgantes que caen desde el techo, en un gesto de separación entre la escultura y el piso para volverla más etérea.
Una faceta muy importante de su obra es la de muralista, que es visible en varios espacios públicos de arquitectura moderna quiteña de las décadas de 1940 a 1980, en los cuales, desde el plano se pensó en la necesidad de contar con murales que sean parte importante de la edificación y la ciudad. Así mismo, realizó murales, relieves y esculturas para incorporarlas en instituciones públicas y privadas, así como en domicilios concebidos por destacados arquitectos. Ejemplo de esto es el mural que realizó para el desaparecido Hotel Humboldt. Se trata de una pieza de gran formato donde aplicó varias técnicas de manejo del metal batido, repujado, doblado, soldado, etc., que sorprende por lo liviana que es.
En una conferencia acerca del arte público, Martín Heidegger escribió “el espacio espacia”; esto quiere decir que roza, se hace un sitio donde no lo había, pues el ser humano existe dentro de un espacio y por ello necesita dar lugar al espacio, es decir al crearlo. Nunca ha habido un espacio abierto de antemano, sino que este ha sido abierto por las personas, esta violencia es consagrada por el arte. Se podría agregar que existir es espaciarse. Sin duda alguna, Andrade espació su lugar en la historia del arte moderno ecuatoriano. Un lugar que no puede ser encasillado en un solo ismo, y que a través de su trayectoria da cuenta de las transformaciones de la escultura moderna en el siglo XX.
Su proceso creativo fue también un proceso de antropofagia, asimiló el cubismo sintético de Pablo Picasso, la escultura móvil y la técnica de dibujo en el espacio de Alexander Calder, el amor soñado de Chagall, ingirió el mundo que le rodeaba, es decir, estaba siempre abierto al mundo, a su entorno. Y arrojó una obra tremendamente moderna, fruto de la investigación constante acerca de las cualidades de los materiales y la manera de darles forma. Gracias a este diálogo, Andrade produjo un mundo, lo creó.
Fotografías de la exposición
El trabajo sobre la obra de Jaime Andrade Moscoso, efectuado en la exbiblioteca de la UC, es formidable y merece ser mas difundido.
Saludos
Así es, Héctor! Hay que seguir trabajando en la memoria artística de la UCE!