Los textos que se presentan a continuación corresponden al catálogo de la exposición “A la orilla” de la artista Juana Córdova, realizada en el Museo de Arte Moderno de Cuenca (curaduría de Pilar Estrada Lecaro). El catálogo se encuentra disponible aquí: juana-cordova-a-la-orilla
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UN WALDEN PROPIO
Por Rodolfo Kronfle Chambers–
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Casi un lustro atrás, Juana Córdova, en complicidad con su pareja, logró materializar la visión de un proyecto de vida que otorgaría mayor consecuencia al espíritu que permea su obra. Perchado en la punta de un acantilado que araña el viento, al pie del mar, el bunker de cien metros cuadrados donde se mudó para vivir está diseñado no solo para ser morada sino observatorio. Igual que Thoreau y su cabaña en el bosque, a orillas del pueblo, sin desconectarse del mismo, la artista viene realizando un prolongado ejercicio artístico que tiene como sustrato medular las relaciones entre la vida contemporánea y el mundo natural.
Aunque sus obras en esta línea preceden por años la mudanza, es cierto también que el nuevo paisaje ha dado mayor vuelo a su trabajo. La casa dobla como un laboratorio donde va acopiando diversos materiales que estudia con detenimiento, y un taller de manualidades donde los convierte en nuevas formas sensibles.
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Algunas obras parten simplemente de la mirada desinvolucrada: sus videos recientes abordan –con cierta distancia objetiva manifestada en planos fijos– la interrelación entre los ciclos de vida y muerte, o los destinos fatales de la atracción; es la naturaleza a la deriva de sus propios dispositivos. Pero hay otros trabajos posteriores en los cuales –como fluyendo dentro de los mismos meandros del pensamiento– se resucita simbólicamente los despojos de sus protagonistas. Basta notar cómo los mismos insectos que revolotean cautivados por la luz en Chapuletas (2016) proveen la materia prima para creaciones como Alas nocturnas (2016), donde los cadáveres de lepidópteros son reutilizados en un manto que ostenta transparencias y un sinfín de micropatrones que parece hablar de la levedad de nuestra propia existencia.
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Algo similar se perfila en el destino de los huesos de la ballena que aparece en Banquete (2014) y Peso muerto (2014) que, luego de la labor de profilaxis ecológica que realizan los gallinazos, servirán de molde para instalaciones como Pleamar (2013), Vértebras (2014), Costillas (2014), Escápulas (2014) o Falanges (2014). La lección de anatomía descriptiva en que se torna el fantasma del esqueleto al ser replicado en livianas esculturas modeladas en papel araña es metáfora en sí de otro tipo de operación que parece meditar alrededor de la restauración de un equilibrio natural. No importa si se trata de un bicho en apariencia insignificante, o de un imponente cachalote, la magnificencia y fragilidad de su presencia participa de la misma corriente vital.
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Otros trabajos actúan como ejercicios de contraste, piezas donde la artista adquiere un rol más protagónico implementando métodos de investigación cuyos procedimientos nos aproximan vagamente a la ciencia; nada inusual para alguien cuya producción ha estado por años empeñada en difuminar creativamente la investigación botánica. El conjunto de treinta paneles que compone Caminatas (2014), por ejemplo, recoge muestras de materiales pequeños (de origen industrial o natural) en las playas próximas a su casa, registrando y mapeando su ubicación. Esta suerte de bitácora invita, –como en la arqueología– a entender un comportamiento a partir de la recopilación y estudio de rastros y evidencias. Inmóviles al interior de medallones de acrílico, similares a placas de Petri, podemos auscultar diversos residuos de polietileno, plástico o pequeños trozos de vidrio confrontados con conchas, corales y plumas. Cada panel actúa como una radiografía del lugar, y todos los elementos aislados de esta forma contienen una extraña belleza difícil de arrancar de algo tan ínfimo. Esta pieza encierra además aquel ingrediente clave de la cotidianidad que cobra presencia desde la mudanza: la fascinación que se puede extraer en las derivas del día a día cuando se está atento a los alrededores, particularmente si se trata de un entorno privilegiado.
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Este tipo de “trabajo de campo” ha ido cobrando más y más importancia en sus faenas, donde las prospecciones, reconocimientos de terreno y hallazgos fortuitos se vuelven una parte fundamental –aunque no siempre visible– de las obras. Córdova ha venido desarrollando de manera lúdica y sin un programa premeditado metodologías afines a diversos campos del saber. La perforación circular que realiza en el medio de un fósil de lo que parece ser una gran concha que encontró podría formar parte del protocolo de un estudio tafonómico, pero luce ahora, en su despliegue estetizado, como una silenciosa oda al paso del tiempo (Fósil, 2016). La cautivante abstracción, que registra como indicador las capas de sedimento en el perfecto cilindro resultante, dialoga líricamente con la forma irregular que le da origen. Un tanto como poder comparar una escultura de piedra junto al bloque del cual nace.
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Vuelo de rutina (2016) supone otro ejemplo de estos entrecruces donde Córdova traduce una investigación científica a una formulación poética. La instalación muestra una composición de arreglos semiesféricos de plumas sobre una superficie de arena, la disposición general de estos es dictada, sin embargo, por la interpretación gráfica en un mapa de los lugares de alimentación y anidamiento de aves. La información provista por un científico de la zona, corresponde al territorio que circunda la vivienda de la artista, por lo que bien pueden extrapolarse sus sentidos como metáfora de las demandas del propio hábitat, de la intimidad y las necesarias relaciones con el mundo exterior, de la propensión a la evasión y el anclaje en las premisas más duras de la realidad. Estas lecturas de corte más íntimo conectan con piezas de años atrás, como el video Límite (2008), donde globos negros y blancos se inflan y desinflan compitiendo por el espacio restringido que encierra una casita de vidrio, y donde Córdova rozaba ya el tema de las tensiones propias de la convivencia.
Recoger, acumular, reunir, preservar, examinar, catalogar, descifrar, mirar, estudiar, investigar, cambiar, organizar, archivar, cruzar referencias, enumerar, ensamblar, categorizar, clasificar y conservar lo efímero (Allen Ruppersberg, “Fifty Helpful Hints on the Art of the Everyday”, en The Secret of Life and Death, 1985).
Las vertientes artísticas que se mostraron preocupadas por la degradación acelerada de la naturaleza en manos del hombre tomaron –a breves rasgos– dos grandes trayectorias: la de corte más activista, que alerta, señala o advierte de forma directa los desatinos de la actividad humana, y otra, de invocaciones más líricas, que procura acercar al espectador al problema a partir de sugestiones. Córdova se encuentra en este segundo grupo donde presta atención a lo corriente, alejado de lo heroico o espectacular, en un intento por extraer el asombro de lo habitual y frecuente, y al hacerlo integrar lo más posible arte y vida. Su trabajo puede clasificarse, inclusive, bajo la estimulación primaria que logra en cada uno de los cinco sentidos y las sensaciones de sinestesia que propicia a partir de lo que tenemos en frente. En los caracoles de Corriente blanca (2013) imaginamos el bramido del mar, así como sentimos que algo nos susurra en Último aliento (2004); imaginamos el gusto y el aroma de las plantas de su Botica (2007), y acariciamos visualmente las texturas de sus “nudos”, “pañuelos” y “manteles”.
En suma, el corpus de obra, aunque uno pueda perderse en la delicadeza de los objetos en tanto manualidades fruto de la más cultivada paciencia, se basa en la observación. En sintonía con las reflexiones y temas de Thoreau recogidas en Walden, la vida en los bosques, la artista parece querer acercarse a una comprensión de las reglas de la naturaleza y las lecciones secretas que encierra: si hay algo que englobe de forma comprensiva el recorrido por esta exposición es la forma sutil como se conectan las cosas, las causas y los efectos; es una puesta en valor de la introspección y del instinto. La naturaleza ya ha sido transcrita de mil formas, y ciertamente se ha abusado de ella en representaciones sensibleras, pintorescas o anecdóticas. Córdova apunta a rebasar la documentación y similitud creando modelos equivalentes de ella, capaces de encerrar su sustancia e identidad, y donde se afirme su afecto hacia la vitalidad inscrita en lo material. Depende de cada quien descubrir el espíritu de reconciliación que cada obra propone.
Guayaquil, junio de 2016
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La vida ultrasecreta de las plantas1
Por Rodolfo Kronfle Chambers
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La producción de Juana Córdova del período 2007-2012 claramente refleja un estadio de experiencia donde confluyen, de manera más refinada, los diversos intereses que han animado su práctica desde sus inicios. En este tiempo se ha mantenido la permanente invocación de la naturaleza como una preocupación central en su trabajo, que en su portafolio ha tomado dos caminos: ya sea en la reproducción o empleo reiterativo de diversas formas del mundo orgánico, rearticulándolas para alcanzar elevados valores plásticos como en su trabajo con huesos, o de manera contrastante, señalando sus desequilibrios en la vida contemporánea, como en las varias obras de perfil crítico hacia los afanes de la belleza cosmética o hacia el abuso farmacológico. En su cuerpo de obras previas ya se presentaba aquella dicotomía natural-artificial que también subyace en el trabajo más reciente.
Se mantiene además aquel empleo de “manualidades” que ha sido explotado de manera brillante en la consecución formal de sus obras, y que llega ahora a un clímax de delicadeza. Este período de renovadas sutilezas tiene como punto de partida la obra Botica (2007), todo un “clásico” ya del arte contemporáneo ecuatoriano. Este frágil trabajo, en su espectral representación de un huerto de especies medicinales, traza conexiones históricas que invocan épocas pasadas e imaginarios activados por los sitios en los cuales se ha presentado. Originalmente emplazada en el Museo de la Ciudad en Quito (construcción que en épocas coloniales funcionaba como hospital, y en cuyos predios se mantenía un jardín de similares características), y luego en el Museo de la Conceptas de Cuenca (cuyo edificio fungió alguna vez como enfermería de las monjas), la instalación nos remite no solo a los antiguos herbolarios y su empleo como fuente farmacéutica, sino al devenir –interrumpido o amenazado– de la sabiduría heredada detrás de ellos.
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Su delicada y laboriosa manufactura en papel araña puede entenderse –si enfocamos las manualidades como tradiciones transmitidas secuencialmente entre generaciones– como una alusión a aquellos saberes curativos perdidos, impostados y suplantados por otras prácticas de sanación que, si bien lucen acordes a las demandas de vértigo de la vida contemporánea, se perciben menos humanizadas. Al mismo tiempo, la obra, por asociación, aborda las “raíces” culturales, ese puñado de extensiones del pasado que fantasmagóricamente puebla las nociones de identidad local.
Este trabajo que tan poéticamente habla del ayer puede, asimismo, comentar elocuentemente el presente, si tan solo consideramos las patentes comerciales que la industria farmacéutica actual pretende imponer sobre especies como aquellas. La meticulosa reproducción de cada planta y sus detalles, y la ordenada taxonomía que ha logrado la artista en su clasificación fotográfica (la cual nos remite además a las expediciones botánicas españolas del siglo XVIII destinadas a inventariar los recursos vegetales de sus posesiones en ultramar) denotan un impulso archivista, en uno de los sentidos de archivo articulado por Derrida: “un deseo incontenible de volver al origen, una nostalgia por el hogar, una nostalgia por la vuelta al lugar más arcaico del comienzo absoluto”2.
Córdova apuesta por una meticulosa fidelidad en la reproducción de cada especie, si bien en Botica, las plantas fueron modeladas desde su contraparte natural, en el caso de la serie de sus antítesis conceptuales: Plantas venenosas (2011), su aproximación se podría decir que es más de corte científico. Tanto la cicuta, como la belladona, la adelfa, el ricino y el regaliz americano son representadas a partir de distintas láminas botánicas que las muestran en sus diferentes etapas de desarrollo detallando sus semillas, frutos y flores.
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Las posibilidades experimentales que este mundo abrió para la artista fueron trazando el camino a diversas exploraciones que rozan conflictivos aspectos sociales y legislativos, tal es el caso de su instalación Erythroxylum coca (2010). Cada pequeña hoja de las cinco plantas del conjunto, que aparentan estar sembradas en pequeños montículos de cocaína, están manufacturadas con billetes norteamericanos de distinta denominación. Lo propio sucede con sus minúsculas flores, hechas con diversas monedas troqueladas acordemente para lograr el símil. Se establece de esta forma aquella estrecha relación de réditos que alimenta el narcotráfico, pero el interés de la artista intenta desbordar las capas superficiales de esta problemática para más bien entablar paralelos entre el antiguo –y aún perviviente– uso ritual de la planta, su actual perversión como estupefaciente y su consecuente satanización mediática. Este trabajo nos remite, también, al valor de la hoja de coca y su empleo como moneda de intercambio en el mundo andino de antaño. El numeroso conjunto de pequeños brotes de coca titulado Vivero (2011) podría señalar la tecnificación detrás de la industrialización que ha desequilibrado este orden centenario.
En otras obras como Quinina (2008), Córdova reproduce en plata un modelo de esta especie también proveniente de América, comercializada por los europeos para combatir la mortífera malaria, lo cual, a la postre, ha arrasado sus hábitats nativos dada su sobreexplotación. Su rol histórico está impregnado tanto por la exaltación de sus beneficios como teñido por el lado oscuro de sus implicancias colonialistas: se especula que su empleo posibilitó una incursión más decidida de Europa en África.
Con el mismo metal precioso elaboró la planta de sábila que figura en la instalación Lugar protegido (2008), la cual hurga en las propiedades sobrenaturales que se le asignan a especies como esta en la cosmovisión de grandes poblaciones americanas. En sentidos similares podríamos emparentar el simulacro de hongos hecho con espejos circulares convexos que conforman su trabajo titulado Blindspot fields forever (2011). El lisérgico y beatelesco título nos remite de inmediato a las connotaciones alucinógenas de estos organismos que propician una estrecha comunión con la naturaleza, nuevamente aludiendo aquí a la conflictiva zona donde la síntesis artificial de ciertas sustancias entra al terreno de lo ilícito y prohibido, creando un “punto ciego” que impide comprender mejor estas otras realidades que bien pueden definirse como espirituales.
En los años sesenta una serie de investigaciones sobre las capacidades sensitivas de las plantas, y experimentos para estudiar las relaciones emocionales y espirituales entre estas y el hombre, se publicaron finalmente en el libro The secret life of plants (1973), bestseller que inspiró un documental cuya banda sonora fue compuesta por el mismísimo Stevie Wonder, plasmado en un disco homónimo. Los controversiales experimentos generaron, como era de esperarse, el rechazo de la comunidad científica… y criterios encontrados en la industria musical. Pero, aunque aquellos fenómenos paranormales no sean constatables, y se mantengan en el ámbito de lo romántico que envuelve siempre todo lo que aparenta ser absurdo, podríamos afirmar, al menos, que las plantas viven también una vida ultrasecreta: la que habitan al interior de muchas narrativas sociohistóricas, eje medular del trabajo de Córdova, donde estas se enlazan líricamente con elegancia formal y lucidez conceptual.
Guayaquil, enero de 2012
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1 Este ensayo se publicó originalmente en 2012 en un catálogo de corto tiraje.
2 Jacques Derrida, , edición digital, traducción de Paco Vidarte. Consultado http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm
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REGISTRO FOTOGRÁFICO DE LA EXPOSICIÓN
POR JUANA CÓRDOVA
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