Written by 01:00 Arte Contemporáneo Ecuador, Historias del arte ecuatoriano

Problemas del éxito y dos monos malditos. Conversación entre Roberto Noboa y Rodolfo Kronfle Chambers

Abrir la puerta y atisbar lo incierto

Roberto Noboa, así de simple y contundente, es el título de la última producción de la editorial Eacheve, dirigida por Eliana Hidalgo Vilaseca. La publicación recoge la trayectoria de un artista cuya obra es radical en el sentido más preciso del término, pues desbroza a tientas un terreno del arte que no emerge aún, una zona incierta, incómoda, avizorable sólo parcialmente. Allí produce Noboa dibujos, pinturas, instalaciones que no tienen par en la escena artística local. Quizás por ello entrar en su universo ideoestético nos cuesta tanto, porque lo que hace escapa a las ideas establecidas del arte producido en el Ecuador, sobre todo las vertientes afincadas en el discurso social y político, pero también porque deliberadamente el artista mira hacia horizontes radicalmente distintos.  

La primera edición del libro —de más de 300 páginas— se encuentra agotada, lo cual ha sido una oportunidad para que la editorial Eacheve nos permita reproducir en Paralaje la siguiente conversación entre Roberto Noboa y Rodolfo Kronfle Chambers. La decisión de dialogar con el artista es certera considerando que Kronfle ha escrito en varias ocasiones sobre su obra, y conoce ampliamente su trayectoria. El espacio dialógico favorece una relación horizontal entre ambos, y una espontaneidad que les permite hablar de sucesos personales, espacios compartidos y referentes artísticos comunes (como la contracultura del rock en el Guayaquil conservador y cristiano de las élites sociales en los ochenta). 

La entrevista emprende, además, la tarea de analizar el lenguaje y la materialidad pictórica que, en la obra de Noboa, produce siempre sospechas. Asimismo, saca a la luz la visión del artista sobre la escena artística guayaquileña de los años noventa e inicios del nuevo siglo; un escenario caracterizado por las problemáticas sociales y políticas de la cultura. 

Es la primera vez que percibo a Noboa en íntima proximidad. Sus respuestas en la entrevista son confesiones de alguien que ha alcanzado una profunda conciencia artística sobre su propio trabajo; pero, fundamentalmente, sobre lo que el arte puede ser más allá de lo que es ahora. La complejidad de su obra no se dirime en este diálogo, pero Kronfle es capaz de estimular al artista lo suficiente para abrir la puerta y vislumbrar su mundo interior, sus contradicciones, puntos ciegos, cabos irresueltos… En cada palabra Noboa entreabre un universo que nos tienta y confronta.

Probablemente lo mejor de la entrevista es el cúmulo de frases-statement, de las cuales la siguiente deja temblando a cualquiera: Una de las características más importantes del artista debe ser su capacidad de producir luz.

Además del diálogo con Kronfle, la publicación incluye un ensayo de Mónica Espinel, una aproximación teórica de Lupe Álvarez y cuatro galerías de obras que revelan una perspectiva peculiar de la trayectoria de artista. El diseño gráfico es otro aspecto a resaltar: la dirección de arte a cargo de Oswaldo Terreros (quien fue alumno de Noboa durante sus estudios en el ITAE) se encuentra en sintonía con su poética autoral. Sin duda, el libro merece un lugar en toda biblioteca —personal o institucional— dedicada al arte del siglo XXI del país y la región.

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Ana Rosa Valdez

Paralaje.xyz

Problemas del éxito y dos monos malditos

Conversación entre Roberto Noboa y Rodolfo Kronfle Chambers

RODOLFO KRONFLE: Le propuse a la editorial desarrollar una conversación contigo en lugar de escribir un ensayo, tal vez porque de manera intermitente llevamos muchos años charlando de experiencias compartidas o cuestiones sobre las cuales encontramos sintonías. Una de esas es la música, un asunto nada ligero como se podría interpretar, sino más bien de profundo calado en nuestras vidas. Hablo en plural —y eso es importante que lo conozca el lector— porque compartimos una crianza llena de paralelismos: somos de la misma generación de guayaquileños aburguesados nacidos en 1970, fuimos a la misma secundaria jesuita (tú un año arriba mío), nos movíamos en ese floreciente eje barrial Urdesa-Los Ceibos que durante los años ochenta, en nuestra adolescencia, se sentía como un gran playground. Pero había aquel ingrediente particular que era la música, y no cualquier música, sino el rock, del pesado al metal y glam ochentero a donde confluimos una minoría de “aniñados”, que hizo del rock un rasgo identitario, mostrando su fanatismo como emblema de honor. A mis hijos les asombra cuando ven fotos mías yendo al colegio con camisetas de Iron Maiden, seguramente porque no logran conciliar la presencia de la macabra mascota Eddie en las clases de teología.

Tengo tiempo pensando esto y quisiera me comentes sobre tu vivencia personal de este fenómeno. Puede resultar hasta descabellada esta elaboración, pero yo siento que el rock literalmente me salvó de la mediocridad, en el sentido de lo que yo interpretaba como ser uno más del montón. Sentía cierto orgullo de que mis gustos no estuvieran estandarizados, y esto es algo que inconscientemente pervive en mí. Fundamentalmente, la música se convirtió en mi pequeño ámbito de inofensiva rebelión dentro de un marco familiar de impoluto decoro. Vale recordar que en nuestro tiempo la dicotomía popero/rockero era bien marcada, no como ahora, que el eclecticismo es regla. Para nuestra tribu, escuchar pop de manera deliberada era un despropósito, bailar ciertas canciones en las fiestas era perpetrar un acto vergonzoso y en nuestra inmadura conciencia adolescente aquello suponía caer bajo, ¡casi una deshonra!

Claro que hay mucho de humor en esto, pero mirando con detenimiento algunos trechos de tu trabajo, desde la óptica en retrospectiva de mi experiencia adolescente rockera (con afiches de Black Sabbath en mi habitación, en el entorno de un hogar hiper-católico con madre y abuela de misa diaria), y proyectándola a lo que tal vez uno también puede intuir de tu crianza, me hace completa lógica la atracción que tu trabajo ha manifestado por la sutil subversión de la liturgia e iconografía cristiana, de invocaciones diabólicas y de la apología de una estética de la violencia sangrienta que hacían varias bandas que escuchábamos. Siempre cuento que mi mamá escogió el terreno de la casa por estar a treinta metros de la iglesia, para poder ir caminando. Creo que es difícil, para quien no creció en un ambiente así, calibrar el poder que tienen estas cuestiones en la configuración de un individuo, y soy de los que piensa que las lecturas que se hacen sobre una obra de arte se pueden enriquecer a partir de las biografías de sus autores. Con este largo preámbulo rondando desordenadamente mi cabeza, cuéntame sobre las cuestiones que te marcaron de chico, ¿de qué maneras piensas que se fueron colando en tu trabajo y qué rol jugó la música en ello? ¿Considerarías el rock como una experiencia formativa trascendente o apenas una anecdótica nota al pie de tu existencia?

ROBERTO NOBOA: La música estuvo siempre en casa y sin duda influyó en muchos aspectos de mi trabajo como artista. Fue vital cuando crecía y lo sigue siendo. En mi casa siempre hubo LPs, y era parte del día oirlos, ver las portadas, ver las fotos y leer las letras. La irreverencia era parte del músico que además escribía letras que podían ser muchas veces controversiales para esa época, pero también lo eran las narrativas que hacían pensar y cuestionar lo que uno conocía; la música nos permitía ver las cosas desde una perspectiva y una realidad completamente distinta a la nuestra. Desde que comencé como estudiante de arte, fue ese tipo de artista el que me interesó, el que costaba comprender y el que aportaba al crecimiento intelectual y estético, el que complicaba las cosas y trabajaba dentro de territorios desconocidos, pues lo interesante, al final, termina siendo cómo el espíritu creador es capaz de entrar en zonas difíciles con el fin de encontrar aires superiores, de cuestionar y de buscar conectarse con su fuerza creativa, aunque esta cause desconcierto. 

Al igual que la tuya, mi casa también quedaba a pocos metros de una iglesia, adonde íbamos todos los domingos en familia o por separado. Recuerdo que siempre me impactaron mucho los personajes, las historias de la Biblia, lo místico, lo no tangible y el hecho de sentirme observado desde arriba. Crecí en un ambiente católico, pero al mismo tiempo, este fue siempre muy abierto a temas artísticos, desde música hasta teatro y pintura. En la ciudad teníamos poco acceso a música, sin embargo en casa se compraba discos con frecuencia. Vivíamos con una expectativa tremenda por conseguir lo que se pudiera, atentos a todo: leíamos las letras, los nombres de los productores y todos los créditos, quién había diseñado la portada, hasta el año de grabación. En las revistas leíamos cada párrafo y veíamos cada foto. Era un ejercicio para la imaginación que desarrollaba la creatividad casi que sin saberlo. 

Los pósters que venían incluidos como páginas desplegables terminaban en las paredes de nuestros dormitorios. El mío llegó a estar cubierto por completo con fotos de estos músicos rodeados de una iconografía que incluía cráneos, calaveras, sangre, fuego, brujas y monstruos. Algunos iban más allá y dentro de sus performances —ya teatrales— simulaban acciones que iban desde beber sangre directamente de cráneos a usar colmillos de vampiro y hasta lanzar pedazos de carne al público. Eran imágenes que buscaban crear desconcierto, muchas de ellas a través de sugerencias sobre magia y ocultismo.

Pienso que la música, y lo que esta traía, es el origen de lo que creo que debe ser una imagen, es decir, algo que haga pensar y que también tenga la fuerza para incomodar. Encontraba un retrato de la realidad en ese caos. Y no solo las imágenes, sino los títulos y las palabras frecuentemente incluidas en las letras: evil, blood, beast, devil, flames, eternity. Lo puedo asociar a una pintura caótica y agresiva frente a una pintura que funcione de manera formal y académica: la condición humana muchas veces es mejor retratada a través del caos. En gran medida es por esto que cuando comencé a estudiar arte, el Buey desollado de Rembrandt, la ironía de Frans Hals, la obra más oscura de Goya o el accionismo vienés me resultaron tan importantes y hasta familiares. 

Estudiamos tú y yo en el mismo colegio, que era católico; ahí se hablaba también sobre el peligro de este tipo de música. Sobre esto recuerdo hoy con humor dos pesadillas que tuve en esa época y sobre las cuales he hecho obras y bocetos. En la primera, un sacerdote me perseguía dentro de un monasterio con larga sotana y brazos extendidos hacia adelante —al estilo Frankestein— y yo trataba de escapar de él por los pasillos. Y la segunda, no menos aterradora, se desarrollaba dentro de una iglesia: yo aparecía arrodillado viendo una imagen de la Virgen María que me miraba de vuelta moviendo la cabeza de lado a lado, como diciendo “no”. 

Otra anécdota hasta cierto punto surreal, en la misma línea, ocurrió a mis 9 años, durante mi preparación para la primera comunión en el convento de las Madres Carmelitas que quedaba muy cerca de mi casa. Cada clase era individual y se desarrollaba en un cuarto de bloques de cemento completamente vacío, en este solo había una silla y una pequeña mesa de madera; la clase era así: yo hablándole a la pared y escuchando a la monja que estaba detrás. Era una voz que para mí venía “del más allá”. 

Paralelo a esto comenzó mi gusto por tocar la batería, y es algo que conservo hasta hoy. Formamos una banda con un grupo de amigos, y hasta recuerdo aquella vez en que nos hacía falta un amplificador y fuimos a tocarte la puerta para que nos prestes el tuyo. En esas épocas, los que tocábamos algún instrumento musical éramos, la mayoría, autodidactas. El hobby de la música iba acompañado al de la computación: pasaba tardes enteras introduciendo códigos en lenguaje BASIC en una Commodore 64. Tuve también clases de pintura, tenis, baseball y hasta filatelia. Más adelante, en épocas de universidad, tuve otra banda con amigos de distintas nacionalidades, lo que fue muy enriquecedor pues algunos de ellos estudiaban música.

RK: Comentas que recibiste clases de pintura y de tenis. Cuéntame un poco sobre ambas cosas. Lo encuentro relevante porque el tenis lo has mantenido hasta hoy y, al igual que los imaginarios derivados de la esfera del heavy metal, este deporte y el universo de símbolos que lo rodean (canchas, trofeos, raquetas, jugadores) han sido metaforizados de diversas maneras en tu trabajo. Me resulta curioso además porque en muchas ocasiones estos mundos se han mezclado en tu trabajo a pesar de que en la conciencia colectiva la imagen de deportista se encuentra reñida con la de rockero. Yo me reía mucho cuando chico con la asociación directa —en clave de chiste— que hacía mi madre entre pelo largo y drogas; crecí escuchando el prejuicioso remoquete de “fumón” dispensado sin reparos.

RN: Desde chico estuve en clases de pintura y tenis con regularidad, siempre con distintos profesores. Mi madre, que siempre ha tenido inclinación por el arte, notó que me gustaba pintar y entré a clases de pintura. Conservo cuadros al óleo que ella hizo en la década de los setenta, y tengo también óleos y cientos de dibujos de mi abuela, quien no dejó nunca de dibujar hasta sus últimos días. Las dos se llaman Delia. Recuerdo que en casa de mi abuela, en un mueble blanco de madera, siempre había distintos tipos de papel y lápices. Lo normal en su casa era abrir este mueble y comenzar a dibujar, y con mi hermana nos llevabamos a casa varios dibujos terminados. En las paredes de esa casa había reproducciones de obras importantes de la historia del arte: Los girasoles de Van Gogh ocupaban el centro de la sala, junto a Renoir y Corot, y había una grande de El recién nacido de Georges de La Tour, que siempre me impresionó por su tan característica y sutil iluminación a vela. Mi abuela luego vino a vivir a nuestra casa y la veía a diario; la ventana de su cuarto daba a lo que fue mi primer estudio y ella al verme a través del vidrio aplaudía, pues sabía que iba a pintar. Todo esto era para mí una escena tremendamente alentadora.

Con mi madre hacíamos visitas a exposiciones y recuerdo conversaciones sobre pintura: una que se repetía y que nunca olvido giraba en torno a una mancha rosada que había en un cuadro del pintor Enrique Tábara que teníamos en casa; por alguna razón esa macha desencadenaba una conversación sobre su relevancia en la composición y además sobre rol e importancia que esta tenía dentro de la composición, del porqué esta pintura no podía existir sin ella.

Por otro lado el tenis siempre tuvo presencia en casa; a mi padre le gustó siempre y también a mi hermano; más adelante los seguí yo. Tengo una foto en la que mi hermano aparece con un trofeo que había ganado y junto a él salimos mi hermana y yo. El tenis siempre fue algo del día a día y de ahí derivan los cuadros de canchas que comencé a dibujar en 2002. Aparecieron naturalmente, dibujando formas que me resultaban familiares mientras esbozaba ideas en un cuaderno. Estaba buscando un cambio de lo que había hecho en los años anteriores, y las canchas de tenis me exigían replantear forma y proceso de trabajo, me abrían un mundo en donde entraba la geometría y donde también podía experimentar con otra paleta; era un símbolo que también venía cargado de otras lecturas.

Debo agregar que la escena artística de Guayaquil, durante los primeros años del nuevo siglo, en gran parte, presentaba formas y temáticas que en general —para mí— ya se habían planteado en años previos y las sentía desgastadas. Ese tipo de arte hablaba de problemáticas locales que se presentaban como “políticas” de una manera evidente; esa forma de trabajar la sentía como una estrategia planificada para adquirir notoriedad, pues el mundo del arte legitimaba particularmente ese tipo de posturas. 

De aquellos primeros dibujos, pasé al cuadro Cancha sin red que envié al Salón de Julio en 2003. Me parecía que la cancha de tenis y los tenistas buscaban ser símbolos universales, no como algo local, sino más bien que se planteban como mi propio manifesto en contra de una postura que se podía resumir como defensora de “lo nuestro”. El concepto lo seguí trabajando y expandiendo al punto de hacer cuadros en los que los protagonistas tenían nombres de personajes de la mitología nórdica, como Mord o Eguill, por ejemplo. Estos aparecían en canchas de tenis junto a raquetas, trofeos y también elementos de la cultura vikinga, como hachas y cascos de guerra. Las hachas las hice también como objetos escultóricos de madera pintada de blanco que expuse en el suelo de las galerías.

Mi objetivo era que aquellas exposiciones con estas obras exigieran al público más esfuerzo y conocimientos. En una época en la que muchos artistas desmenuzaban su posturas describiéndolas al pie de la letra, a mí me interesaba, más bien, dejar cabos sueltos y ni yo mismo poder explicarla con claridad. En ese sentido, pienso que a veces se le escapa al propio artista lo que produce: el arte siempre será muchísimo más denso y profundo que las palabras con las que se lo quiera explicar. Además me interesaba —y ocurría con estas obras que se prestan a varias lecturas— que, si el espectador no les daba una segunda mirada, las pinturas pudieran inclusive pasar como arte naif. Hasta el día de hoy recurro a la cancha cuando siento que es necesario y encuentro que hay algo que no he dicho; esta se convierte en un escenario en donde entran y salen diversos actores. 

RK: Quisiera abordar un poco el ambiente y la escena local de tus inicios, cuando llegaste al país luego de tus estudios y expusiste formalmente por primera vez a mediados de los noventa. En la actualidad ha habido un vuelco tal en la pintura del país —en su heterogeneidad y múltiples abordajes— que los nuevos públicos tal vez no tengan claro lo restringidos que eran los repertorios de la pintura en los ochenta y el primer lustro de los noventa, durante los años de tu instrucción académica. Me refiero a la pintura que creciste viendo a tu alrededor, aquel limitado conjunto de firmas reconocibles en las casas guayaquileñas que eran el mejor sucedáneo de la galerías privadas y replicaban fielmente la oferta.

Si bien hay una gran distancia entre los imaginarios estandarizados que producían los maestros modernos que decoraban estos hogares —que habían perdido su filo y su afán de exploración— y la generación que renueva la escena (Stornaiolo, Aguirre, los miembros de La Artefactoría, etc.), estos últimos no apelaban tanto aún al gusto acartonado de los compradores guayaquileños. Debo hacer esta esquematización —desprovista de matices, lo reconozco— para contextualizar un poco el panorama del público y del universo de compradores al que presentas tu primera exposición individual. Habiéndolo vivido de cerca, yo diría que no te inauguraste como artista con sutilezas sino con motosierra: recuerdo aún el shock y desconcierto de ese público porque era común que me preguntaran mi opinión, o si es que podía ofrecer alguna explicación a manera de bálsamo que hiciera más digeribles tus monstruos y gallinas retorcidas. La apuesta de la Galería DPM en ese sentido es digna de reconocimiento y todos tus años de “obra difícil” que transcurrieron siendo artista de su nómina son dignos de encomio.

¿Qué recuerdas de tus primeras presentaciones en el país? ¿Cómo recibieron tu trabajo el público y otros artistas? Y, particularmente, ¿cómo recuerdas la recepción de tu familia y círculos de amigos en general? Me parece, y no sé si coincides con esto, que una parte importante de tus primeras ventas no eran obras que verdaderamente seducían a quienes las coleccionaron. Esto no lo digo como demérito al trabajo en sí (recuerdo, inclusive, que adquirí uno de tus primeros óleos grandes titulado Carnívoro, de 1994), sino como una observación sobre tu primera plataforma de soporte. Tu legitimación como artista fue bastante cuesta arriba por algunos motivos, entre estos, la sospecha inmediata que suscitaba tu extracción social. Tomó mucho tiempo que tu trabajo calara en los círculos más pudientes al tiempo que tu valía se fue consolidando lenta, pero de manera constante, en el mundillo del arte. ¿Fue una decisión consciente arrancar con una expresividad tan fúrica y con lo que se podía interpretar como un ánimo inclinado al desagrado deliberado?

RN: Desde que comencé a estudiar arte, los artistas que me han atraído continúan siendo aquellos que hicieron una obra que lucía confusa para el público en su momento. Por esto el modernismo es tan interesante, porque siempre parecía adelantado a su época. Tomaba un tiempo para que el público en general valorara y apreciara el aporte de esos lenguajes. Puede sonar idealista, pero esa fue mi intención desde el principio. Cuando terminé mis estudios de arte en diciembre de 1993, ya había expuesto ese año el cuadro Hombre con cuchillo, en el Salón de Julio, donde el jurado le otorgó una mención de honor. Desde mis épocas de estudiante, hasta que regresé al país en 1994 para comenzar mi carrera, siempre tomé por seguro que mi pintura tenía que existir para ser confusa, y que dentro de esa confusión debía aparecer al final una verdad que no fuera fácil de digerir, que más bien hiciera pensar e incomodara al espectador, y solo de esa forma se lograría retratar algo real, algo de carne y hueso, algo humano. Para esto dibujaba mucho y escribía ideas en cuadernos de sketches. De manera intuitiva y natural buscaba hacer obras que fueran un reto, no solo al momento de trabajarlas, sino también al exponerlas, pues es importante tener dudas de lo que se hace. Para mí tenían que ser lo más crudas y confusas, lo opuesto a buscar el detalle y sacar perfectamente la punta al lápiz. Me interesaba que existieran cabos sueltos o elementos que molestaran por su “acabado”, que se sintiera que no estaban terminadas; el exceso de tiempo en un área determinada del cuadro podría sentirse artificial. La obra no debía ser entendida por el público, y el tiempo tenía que jugar un rol importante en ese aspecto. En este sentido, hoy puedo abordar un tema desde distintas perspectivas. Pienso que lo incómodo dentro del cuadro puede producir tensión y esto no solo en el resultado, sino también durante el proceso de creación que es de vital importancia, pues este es diferente en cada artista y, además, cada uno debe conocer el suyo para poder trabajar.

Pero no solo que buscaba esto sino que, como decía, en gran parte es este el tipo de arte que he admirado. En cierta forma algo así como el poema Ego Sum de Ernesto Noboa Caamaño. La gente me preguntaba —y recuerdo que te preguntaban mucho a ti también— que por qué hacía esas pinturas. Al público de Guayaquil le parecían extrañas y agresivas, pero esa era la idea. El público era muy tradicional o conservador en lo que coleccionaba, y me resultaba importante presentarles algo diferente, que generara incomodidad. Encontré un Guayaquil que en términos generales estaba muy atrasado; la ciudad ha mejorado en ese sentido, aunque el proceso es muy lento.

Ego Sum

Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico; 

lo equívoco y morboso, lo falso y lo anormal: 

tan sólo calmar pueden mis nervios de neurótico 

la ampolla de morfina y el frasco de cloral.

– 

Amo las cosas mustias, aquel tinte clorótico 

de hampones y rameras, pasto del hospital.

En mi cerebro enfermo, sensitivo y caótico, 

como araña poeana, teje su red el mal.

– 

No importa que los otros me huyan. El aislamiento 

es propicio a que nazca la flor del sentimiento:

el nardo del ensueño brota en la soledad.

– 

No importa que me nieguen los aplausos humanos 

si me embriaga la música de los astros lejanos

y el batir de mis alas sobre la realidad.

– 

Ernesto Noboa y Caamaño¹

Por otro lado, los estereotipos siempre son un problema y han existido siempre. Recuerdo que en 1995, mientras exponía mi serie de cuadros y dibujos de Gallinas en Cuenca, en mi ausencia alguien del público hizo un corte de cuchillo de lado a lado en una pintura grande, de metro y medio de ancho. Se me viene a la memoria que ese mismo año, un crítico de arte en Guayaquil, al que sí le interesaba mi pintura y que además estaba escribiendo un artículo sobre mi muestra, me preguntó “¿cómo le es posible pintar, si usted no sufre?”. Esto me pareció tremendo.

Otro elemento desconcertante es que en la década de los noventa éramos pocos los artistas que comenzábamos en la escena local. El grupo de artistas de La Artefactoría —que ya venía trabajando desde hacía varios años—, lógicamente, era muy unido aún. Los conocí enseguida y comenzamos una amistad, inclusive expusimos en grupo en algunas muestras colectivas dentro y fuera del país, pero se los sentía como un grupo ya con vínculos hechos. Por otro lado, los artistas quiteños y cuencanos —a quienes también conocí y con los que también tuve oportunidad de exponer— aparecían igualmente como un puñado. A mí me tocó, hasta cierto punto, estar solo; y continúo de la misma forma. 

Hoy más que nunca se ve en las nuevas generaciones de artistas una unión entre grupos; es importante que exista, pero no es para nada imprescindible ya que también puede ser muy dañino. En mi época de estudios de arte viví rodeado de artistas, pero al regresar al país me encontré prácticamente solo en mi estudio. Esto también se debe a mi personalidad reservada, pero sobre todo porque me gusta trabajar de esa forma. Creo que el arte crece y debe crecer dentro de espacios de profunda reflexión y hasta cierto grado en una soledad que propicie la meditación. Por esto, si bien en nuestra ciudad no abunda el arte, pienso que es un buen lugar para extraerse del mundo ruidoso de esa escena que se vive en las grandes ciudades, que puede llegar a frustrar y saturar al artista si este pierde la brújula. Viéndolo de forma retrospectiva, los noventa no fueron fáciles, pero tal vez ese era su fuerte. Además, siempre se tenía un objetivo claro y se exponía con cierta regularidad; como es natural, era angustiante comenzar una carrera artística en ese escenario, más aún con una obra que lucía difícil para el medio, y en proceso de desarrollo. No se sabía adónde iba uno en el terreno inestable del Guayaquil de esos años. Pero dentro de todo esto, desde esos primeros pasos contaba con el apoyo familiar. El trabajar en esos años iniciales con la Galería DPM también fue un estímulo, pues tenía en promedio una exposición al año y por momentos se hacía vínculos con algún espacio fuera del país. También fui seleccionado a mis 25 años para exponer en la Bienal de Cuenca, esto junto a un grupo interesante de artistas ecuatorianos. No era mucho lo que ocurría en el país, pero se trabajaba con vehemencia esperando que algo suceda. 

RK: Por todo lo que acabas de comentar, si tuviera que usar un término para referirme a tu pintura tal vez el de “figuración especulativa” resulte apropiado: al interior de atmósferas y ambientes enrarecidos sitúas relatos cuya procedencia y desenlace resultan inciertos. Estas narrativas difusas se potencian aún más por los intrigantes títulos que remiten a la ficción novelada, como 2 conejos cerca del castillo; Al día siguiente fueron a conocer la casa heredada; Esto ocurrió, dieron las diez, las once, las doce; Problemas del éxito y los monos malditos; No era ni juez ni parte, ella lo sabía; Niño que se ríe mientras suelta 6 pinceladas, etc. Se intuye además que, contrario a un afán por controlar los matices de la recepción de tu pintura —o a un interés de que no se aleje de tu propia agenda, pensamientos o premisas—, alientas al espectador para que este derive en la conjetura y el hiper subjetivismo interpretativo. Como reconoces, alientas a la “confusión” para que algo surja de ahí.

Este efecto deseable se da plenamente en tu trabajo de los últimos años, pero a su vez, como se desprende de esta conversación, podemos hilar una conexión entre tu vivencia y experiencia de vida y los imaginarios que pueblan tu trabajo. Es decir que, por un lado, las escenas que encierran tus pinturas pueden metaforizarse para cada quien de maneras muy personales; por ejemplo, mi enfoque de entender algunos cuadros tuyos como si fuesen una “alegoría del lujo”, dado el protagonismo de ciertos objetos y hobbies (lámparas de cristal, alfombras persas, la caza, etc.), como Vanitas, como una “reflexión sobre la insignificancia de una vida perfilada por aspiraciones materiales y estatus” o “un renovado llamado de atención sobre algo que nunca expira: la vanidad y la ambición”². Pero también, y esto me resulta bastante interesante, podemos analizar tu obra tomando en cuenta las maneras cómo inscribes lo biográfico: recuerdo cuando expusiste una galería de “retratos” en 1998, y aunque no los presentaste como tal, yo los conectaba en mi mente con miembros de tu familia; de igual manera uno imagina que el mundo de interiores arquitectónicos que recreas se basa en ambientes domésticos de alguna manera próximos, por ejemplo. A este tipo de ejercicio, incorporando el psicoanálisis, los considero una herramienta fundamental. Si bien en la primera aproximación no habría una única lectura “correcta”, en la segunda se pueden hacer digresiones más informadas a pesar de que, a diferencia del simbolismo tradicional, los elementos que aparecen en tu obra —ya convertidos en un repertorio iconográfico propio— están anclados en una matriz de significados muy íntima.

En una entrevista que te hice en 2011 comentaste que detrás de la apariencia formal, el trabajo “esconde otras cosas”, y he notado cuando alguien inquiere por los contenidos de tu obra que por lo general te refieres a ellos con ambigüedad. Esto es consistente con lo que buscas despertar. Siento que esta actitud sostenida ha abonado a la densidad semántica acumulada en tu pintura, y al hecho de que los que hemos seguido tu trayectoria hoy por hoy la mantengamos presente al momento de encontrarnos una pieza nueva, como relacionándola con el todo. “Mi trabajo se va cargando con el tiempo”, me dijiste en aquella ocasión. ¿Qué piensas sobre todo esto en momentos en que se espera —y hasta se demanda— de los artistas cierta extroversión y una noción perfectamente articulada de su propuesta, sus implicaciones, su relación y diálogo con la historia misma de su práctica? En lo personal, valoro a los artistas reflexivos con su propia obra y no pretendo generar una dicotomía de que unos son buenos y los otros malos, porque existe tanto el parlanchín de producción mediocre como el que enarbola lo del “arte que hable por sí solo” como excusa para no cuestionarse nada de lo que ofrece al mundo. Estoy tocando muchos puntos aquí, pero ¿qué se te viene a la mente sobre todo esto? 

 

RN: No siempre estoy consciente de lo que hago durante el proceso. Depende del estado de ánimo mientras se trabaja y este puede variar. Sobre todo en los cuadernos que me han servido para anotar, dibujar, pintar, tachar, pegar ideas casi de manera automática; a veces he abierto el cuaderno de dibujos para hacer algún boceto, o anotar alguna palabra o idea y termino haciendo cinco o diez dibujos seguidos. Este proceso también ocurre cuando pinto sobre lienzo. Con los años, el trabajo hace al artista más abierto a distintos estilos y sensibilidades. 

Cuando comienzo una obra tengo una idea de lo que quiero, pero siempre he dejado abierta la posibilidad de que aparezcan elementos que no esperaba, y estos puedan llevarme por un camino que me haga interesante el proceso. Hay que saber reconocer ese preciso momento, y eso toma un tiempo. Una cosa es comenzar a pintar o a dibujar y otra es el momento dentro del proceso en que, sin notar, los pinceles comienzan a caerse de la mesa y te encuentras con varios tubos de pintura abiertos. Así se da paso a que las experiencias de vida aparezcan —escenas que he visto, frases, recuerdos o temas vivenciales—, a veces de forma consciente, pero también inconsciente. Experiencias personales, pero también de otras personas. Ocurre que mientras pinto o dibujo, los resultados me producen risa, a veces inclusive melancolía, provocando recuerdos de cosas que había olvidado. Es que, en gran parte, la infancia ha sido siempre un tema recurrente en mi trabajo. Está en dibujos y cuadros que expuse en 1994 y sigue apareciendo todavía. He trabajado con escenas reconocibles como reales o domésticas, como en Niños que se sientan al revés en las sillas, una pintura que terminé hace poco, en la que dos niños aparecen en sus sillas boca abajo, con las piernas hacia arriba. Se trata de una escena que vi en mi casa hace pocos años y la vi repetirse varias veces. Tuve la imagen en mente desde hace unos meses, pero recién apareció el momento preciso para pintarla. Pasa igual con La niña de los perros, con la serie En el lugar equivocado y en Aquelarre fingido, en la que pinté una escena oscura en que aparezco de niño junto a mi hermano, mi hermana y mi esposa Irene, que ha estado conmigo desde el principio de mi carrera. La composición de esta pintura fue un compuesto de distintas fotografías que tenía en álbumes, fotos que a veces me sirven como anotaciones solamente pues prefiero trabajar con más libertad y no ser fiel a imágenes fijas.

El texto también siempre ha sido parte de mi obra, escribo frases que escucho en la cotidianidad. Dentro de la serie de dibujos Los destacados, de 2005, hay algunas inscripciones que mencionan marcas de zapatos de tenis o frases escritas del tipo “¿Y a esta quién la invitó?”, dicha por una de las protagonistas. 

Pero dentro de mi proceso de trabajo también dejo que aparezcan personajes con espontaneidad, lo que da como resultado otro tipo de realidad que responde más al estereotipo de algo o de alguien. En este grupo entran cuadros de 1998 como Colegiala horrible, Mujer con hacha, Hombre atacado por brochazos, o, más recientemente, Mujer que cazaba venados dentro de casa, que es de 2017. Este último retrata a una mujer en un acto de excentricismo tremendo: se trata de un personaje ficticio que suelta venados dentro de su casa para dispararles de cerca. No solo eso, sino que dentro del cuadro aparece este personaje sosteniendo un rifle junto a su hijo, representado como si fuera un muñeco o un juguete inanimado sentado en una silla. De la misma forma, he pintado en repetidas ocasiones seres sentados alrededor de una mesa, muchas veces aparecen como escenas domésticas, pero otras, en cambio, sugieren escenas de las altas esferas de la política, en las que se toman decisiones que impactarán al mundo en todos los ámbitos. Tengo una preocupación que se filtra en todo esto: vivimos en un mundo en que la percepción de lo que debe ser estar vivo se encuentra completamente establecida en la mente del ser humano; las reglas del juego son dadas al hombre desde que nace y durante los años de formación y crecimiento se las implantan como un chip en el cerebro. Prácticamente, y en gran medida, su comportamiento —y lo que este deberá ser— está resuelto desde que nace. Se educa para no cuestionar, se distrae a la especie humana de lo importante, y se hace lo posible por apagar los poderes y los talentos que esta tiene. Se mantienen entretenidas a las personas durante sus primeros 18 años para luego obligarlas a decidir una carrera que, en muchos casos, también las mantendrán tan complicadas por sobrevivir que la vida se les irá sin haber podido ni siquiera saber quienes son, ni lo que habrían sido capaces de hacer. Hoy más que nunca el mundo aparenta ser más libre, pero en realidad el ser humano vive siendo observado y nunca ha estado más controlado que en nuestro presente.

Por otro lado, a veces trato de crear espacios menos directos, donde los significados están más escondidos. La ausencia de seres vivos dentro de una obra puede ser psicológicamente tan potente como su presencia, y por ello el vacío puede también contener una gran dosis de tensión.

Me interesa buscar misterio y tensión, y es por esto que —desde que comencé a pintar, en los noventa, hasta el dia de hoy— he recurrido con tanta frecuencia a llevar a los personajes hacia las esquinas de los cuadros o hacia su parte superior, en donde no queda espacio para las cabezas. Puedo también esconder sus caras detrás de una silla o detrás de un perro o de una rama de árbol, en ocasiones solo los podemos ver dándonos la espalda, o apenas vemos sus piernas cruzadas. Busco que no se los pueda ver con claridad.

RK: ¿Cuáles eran los pintores que te interesaron cuando comenzaste y los que más recuerdas del tiempo de tu maestría en Nueva York? A lo largo de los años, ¿cómo han fluctuado tus valoraciones? ¿con qué tipo de artistas encuentras sintonías?

Quisiera además que me comentes algo sobre algunos aspectos formales de tu pintura: al revisar imagenes tuyas para esta conversación, me llamó bastante la atención la evolución de tu paleta. Es algo que sobresale. El grado de variantes y de inventiva en esto es amplísimo, particularmente a partir del 2000. ¿Cómo decides la cromática de un cuadro? ¿Qué tan aleatoria es esa decisión? ¿Partes de un esquema de colores predefinidos basado en algo que viste recientemente, o tal vez de cuestiones ajenas al campo del arte? Hay ratos en los que, por ejemplo, reparo en los colores de un cuadro y siento que han salido de una pintura impresionista, en otros… qué se yo… de un cartoon o cualquier otro material por fuera del ámbito del arte…

RN: En mis años de estudiante de arte yo llegué a sentir que tenía mucho por explorar y aprender, además de que valoré mucho el estudiar en Estados Unidos. Trabajé e investigué mucho más allá de las clases y proyectos con los que tenía que cumplir como estudiante. Me adelantaba a las clases y dibujaba y pintaba como forma de vida. Por esto, mientras tomaba mis primeras clases de arte, recuerdo que descubrí la biblioteca de la universidad: enseguida sentí que tenía mucho que investigar ahí. Al momento de graduarme, yo ya conocía el lugar en donde estaba cada libro de cada artista. Todo el tiempo tomaba prestados pilos de libros de arte, monografías de artistas que me llevaba a casa; todos los libros que podía cargar en un solo viaje a pie. Fue ahí donde descubrí el expresionismo abstracto y sus pintores: Willem De Kooning, Jackson Pollock y Robert Motherwell, que fueron los que primero me impactaron. Recuerdo tomar una clase de historia del arte moderno y cuando llegamos a ese capítulo yo ya conocía cada detalle. Ya en 1996, cuando hice la maestría en Nueva York, la instalación y el video estaban en todas partes, el uso del espacio dentro del museo o galería, y eso influyó mucho en mí: es por esto que muchas veces siento que algunas de mis obras desde el año 2000 hasta el día de hoy podrían ser bocetos para instalaciones: la cancha, el chandelier, las sillas, etc.

En esa época visitaba semanalmente las galerías de pintura y arte contemporáneo y me sintonicé en particular con el sentido del humor y lo psicológico del performance art de la década de los setenta. Aprendí mucho de Chris Burden y Vitto Acconci y nos visitaban en la universidad artistas como Mathew Barney. En pintura vi de cerca, en repetidas ocasiones, la sala dedicada a Henri Matisse en el MoMA; en la Frick Collection, pinturas de los grandes maestros; en la Hispanic Society me impactaron los cuadros enormes de Joaquín Sorolla, pero, sobre todo, visitaba el Museo Metropolitano. Vivía a solo tres cuadras de ahí y asistía con muchísima frecuencia; puedo decir que lo conozco al revés y al derecho. Ahí pasé horas frente a cuadros de pintores como Rembrandt, Hals, Velázquez, Vermeer, Tiziano, Tiepolo, Fragonard, Watteau, y vi de cerca a los pintores norteamericanos John Singer Sargent, Winslow Homer y Edward Hopper. Es una lista que se pudiera alargar, pero podría resumirlo en que lo que me interesó es ver una forma en que el significado comience a ser un poco más ambiguo y abierto a la interpretación. Que este no necesariamente se encuentre en la superficie y que sea el espectador el que tenga que hacer un análisis desde sus experiencias. Por ello me interesa siempre escuchar opiniones que van desde las de un crítico o coleccionista, pasando por la de una persona que no conoce de arte, hasta la opinión de un niño, para mí todas son importantes. Y es aquí donde pienso que, para mis fines, las posibilidades de los materiales deben ser exploradas, y que el color puede servir como una herramienta que ayuda a esconder el significado. Pienso que comencé a explorar el color como disfraz en los cuadros de 1998, en Los payasos que quemaban todo o en Mujer con hacha. El color puede hacer el rol del hacha en esa obra. A primera vista, hace lucir al cuadro como algo pasivo, pero si observamos bien hay algo escondido. Puede funcionar como un caramelo al principio, pero en realidad no lo es. En varias obras en las que he pintado la cancha de tenis dentro de un paisaje he buscado el mismo objetivo. A simple vista es un cuadro colorido, pero esto es solo un disfraz. Es decir que la escena luce pacífica y a veces placentera, pero en realidad no suele serlo. Se me viene a la mente El columpio de Fragonard o ciertos cuadros de Boucher en los que detrás de todo ese colorido y de esos espacios rimbombantes se esconden significados hasta cierto punto irónicos, son una especie de Arte Pop de esa época. 

Mientras todo esto ocurría, también trabajaba en mi propia obra. Fue un periodo en el que aprendí mucho. Entendí que en mi forma de trabajar hay cuadros que puedo terminar en pocos días y hay otros que en cambio pueden tomar varios años. Y es que a veces veo que el cuadro puede seguir cambiando, aunque para muchos ya esté terminado… La clásica pregunta: ¿Cuándo está o no terminada una obra? Hay cuadros que he cambiado durante años, inclusive después de que han sido expuestos. Es un riesgo, y esos riesgos son claves para sentir que puedes arruinar todo. Esos momentos de tensión son importantes. Hay que pensar siempre que las cosas deben ser de esa forma. Es durante ese proceso, en el que por ratos se pierden las riendas, cuando se puede tener resultados inesperados y entrar en un estado mental en el que encaja perfectamente el psicoanálisis. He trabajado siempre de esa forma. Por esto mi interés de toda la vida por el arte outsider o las tendencias artísticas más “informales”, por decirlo así, y esto no solo en dibujo y pintura, sino también en escultura, video o instalación.

RK: Este último comentario pretende ensayar otra entrada hacia tu trabajo: hay una dosis de diversión infantil endiablada —una suerte de maldad placentera— en dos cuadros tuyos separados por 20 años que parecen compartir un tema y que encierran actitudes que quisiera explorar, arriesgándome a divagar en el intento. Esta publicación recoge por primera ocasión un muestrario extenso de tu carrera, que es —antes que nada— una puerta abierta a la riqueza de tu mundo interior (requisito indispensable para que la obra de cualquier pintor no se agote únicamente en gramáticas de estilo), pero también evidencia de un afán de exploración y autoconocimiento. Los payasos que quemaban todo, de 1998 y De lejos, de 2018 actúan para mí un poco como los apoyalibros que sostienen un universo de pensamientos en el medio.

En ambos cuadros, las llamas son el elemento clave y esto me remite —partiendo además de la infancia como tema relevante que mencionaste— al Psicoanálisis del fuego (1938) de Gaston Bachelard, donde sostiene que “el fuego es objeto de una prohibición general”, siendo la prohibición social “nuestro primer conocimiento general sobre el fuego”:

Lo primero que se sabe del fuego es que no debe ser tocado. A medida que el niño crece, las prohibiciones se espiritualizan: el palmetazo es sustituido por la voz colérica; la voz colérica por el sermón sobre los peligros del incendio, por las leyendas sobre el fuego de los cielos. De este modo, el fenómeno natural se implica rápidamente en otros conocimientos sociales, complejos y confusos, que apenas si dejan lugar al conocimiento sencillo.

A partir de ahí, y puesto que las inhibiciones son, en primer lugar, prohibiciones sociales, el problema del conocimiento personal del fuego es el problema de la desobediencia adrede. El niño quiere hacer como su padre, lejos de su padre, y, al igual que un pequeño Prometeo, roba cerillas³.

Bachelard llama entonces “complejo de Prometeo” a aquellas tendencias que nos impulsan a saber más que todas nuestras figuras tutelares (padres, maestros, etc.), concluyendo con algo tremendo cuando dice que “el complejo de Prometeo es el complejo de Edipo de la vida intelectual”.

La risa maldita de los payasitos que pintaste a tus 28 años “quemando todo” pareciera resonar con aquel eco psicoanalítico que se puede atribuir al fuego presagiando rebelión o anunciando revueltas. Sin embargo, dos décadas después, en el cuadro titulado De lejos, el elegante personaje, que uno asume como el pirómano, contempla una mansión en llamas con un inesperado deleite dada la refinada placidez o apatía que demuestra hacia el espectáculo, y se encuentra resguardado o acompañado inclusive por una corte de tres cachorros (el número de personajes implicado parece no ser gratuito si consideramos el número de miembros de tu propio núcleo familiar: esposa y dos hijos). A diferencia del primer cuadro, este gesto parece ya no entrañar malcriadez, aunque en ambos casos la purificación por el fuego, como interpretación simbólica, se puede entender como un afán de alcanzar la comprensión y la verdad.

Como añadido, entre estos dos extremos de actitudes se da también para mí la transformación de tu estilo, que de la expresividad rabiosa de tus inicios derivó en goce sin necesariamente dejar de transmitir —en esencia— lo mismo. ¿Qué tanto te identificas con aquellos payasos o aquel dandy sobre la yerba? 

Esta también —se me ocurre— puede ser una pregunta sobre el compromiso con la práctica artística como opción de vida, como una apuesta arriesgada en un entorno hostil hacia la cultura y las manifestaciones sensibles. ¿Cómo te sitúas frente al mundo en el contexto en el que te tocó surgir?

RN: Cuando pintaba los payasos, dibujé, en cuadernos, muchas escenas asociadas a la infancia, niños implicados en travesuras con diálogos absurdos, muchas veces abstractos y sin sentido, y recuerdo que buscaba en ese proceso sentir que me encontraba dentro de esos personajes. Pintar esos cuadros era una especie de performance privado. 

Al crecer en el Guayaquil de los años ochenta, uno tenía ciertas libertades que hoy resultan casi impensables. Hemos vivido en una cultura con tradiciones hasta cierto punto pirómanas. Un ejemplo es el fin de año, que siempre ha sido un gran pretexto para incendiar. Comprar explosivos y fuegos artificiales es cosa común. Y es que para un chico —sin que él lo sepa—, más allá de la travesura, el fuego representa peligro, el acto de quemar le produce adrenalina. Recuerdo que era común entre los de mi generación quemar cosas. Este tipo de acciones ocurrían inclusive en los patios de las casas o en las calles. Desde que comencé a pintar, he recurrido a estos recuerdos: incendios, fósforos, cohetes chinos, velas, etc.

En los cuadros Los payasos que quemaban todo y De lejos, como ha sido una constante en mi trabajo, las caras se esconden. En el primero, detrás del maquillaje de las caras pintadas y el disfraz de payaso, y en el segundo, el personaje nos da la espalda. En este inclusive busqué pintar una figura ambigua que pudiera ser hombre, pero también luciera como mujer.

En uno, los payasos queman con furia todo lo que se les pone al frente y miran felices al espectador con sonrisas perturbadoras, como diciendo “mira lo que somos capaces de hacer”. Es una especie de venganza contra el mundo que los rodea, el fuego les produce placer. En el otro, el incendio es el resultado de una acción premeditada, pero parte de una búsqueda de libertad; en ese sentido, el fuego juega un rol espiritual. Es una especie de ceremonia de autopurificación, de shamanismo, o de vudú. Así como el fuego se lo asocia al bien y a lo sagrado, pues lo vemos en iglesias, sinagogas y templos, su simbología también se vincula al mal y a lo oscuro. Aquí el protagonista, que nos da la espalda, no está interesado en nosotros, pero igual nos deja contemplar el incendio. Es una escena de aparente calma, pero no lo es. Puede asociarse al ser humano que crece y trasciende, analiza su pasado, lo quema y se enfrenta al futuro, que experimenta la libertad absoluta al quemarlo todo, pues siente que ha trascendido a un plano espiritual más alto, desde el cual contemplar por primera vez —y lleno de paz— el incendio. Parecería que está listo para avanzar con su vida y que ha encontrado una nueva verdad. En el costado inferior derecho aparece una fusta sobre el césped, un poco como un arma de defensa o de castigo. 

Al final en los dos cuadros quedan cenizas, están allí aunque no estén pintadas. Hasta cierto punto, es un final similar al de los cuadros que titulé Condecoraciones olvidadas, en el que las condecoraciones de algún personaje aparecen solas y olvidadas mientras cuelgan de los árboles en un pantano. Hay un trasfondo sobre la brevedad del hombre en su paso por la tierra y además un comentario sobre su sobrevaloración de lo material. Siempre he querido convencerme de que el artista tiene un rol importante en la sociedad. A ratos pienso que es más como en el cuadro de Pieter Bruegel (El viejo), El ciego guiando a los ciegos, pero en realidad al final hay que pensar que al igual que el fuego, una de las características más importantes del artista debe ser su capacidad de producir luz.

Referencias

  1. N. del A.: poeta modernista de la “generación decapitada”, tío-tatarabuelo del artista. Nació en Guayaquil en 1891 y se suicidó a los 38 años en Quito, en 1927.
  2. Rodolfo Kronfle, “Atrás del candelabro… lo que me deja pensando la reciente muestra de Roberto Noboa”, 31 de diciembre de 2013, publicado en Río Revuelto (http://bit.ly/41-214).
  3. Gastón Bachelard, Psicoanálisis del fuego, Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1966, p.24

Imágenes del post: Páginas del libro “Roberto Noboa”. Diseño: Oswaldo Terreros. Cortesía de Eacheve / Eliana Hidalgo Vilaseca.

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