Written by 18:11 Debates culturales • One Comment

Vandals en el Viejo Oeste

Por Ana Rosa Valdez

La polémica generada en redes sociales a propósito del grafiti en uno de los vagones del Metro de Quito revela distintos modos de interpretar ese signo en clave artística, cultural o política. “¿Arte o vandalismo?” fue la pregunta más básica que se suscitó, sobre todo entre quienes suelen reducir en términos binarios los conflictos culturales. La interrogante, a pesar de su esterilidad, permite valorar dos visiones aparentemente opuestas sobre este suceso, que coinciden al definir cuál es el valor social del arte.

Entre los que rechazan la campaña “Si no es arte a otra parte”, promovida por el Municipio de Quito, que establece zonas exclusivas para el arte urbano en la capital, surgió la idea de que el grafiti en el Metro evidencia, a manera de gesto salvífico, una irrupción artística en contra de la política cultural del Alcalde Mauricio Rodas. Desde esta visión se interpretó el gesto como un cuestionamiento a la concepción de cultura que fomenta el gobierno local y los grupos reaccionarios de la sociedad. Esta postura reitera la idea de que el arte debe abandonar los museos para hacerse presente en la vida real, cotidiana, y acompañar las luchas sociales que emprende la ciudadanía empoderada. Se valora la capacidad del grafiti para expresar las inconformidades de las minorías, y enfrentar a los sectores conservadores de la sociedad.

Para los que creen que el grafiti fue cometido por delincuentes —ni artistas ni sujetos empoderados— el signo no pertenece al mundo del arte o la cultura, sino del hampa, pues transgrede la propiedad, sea pública o privada, y por lo tanto, debe ser sancionado legalmente, pues ya lo es en un sentido moral. Esta visión es afín a la campaña municipal, y considera que el arte urbano embellece la ciudad, mientras que el grafiti la cubre de manchas y violencia.

La primera visión apela a la dimensión ética del arte por la vía pedagógica: defiende el grafiti porque constituye una herramienta de lucha social, capaz de producir un cambio de mentalidad, un empoderamiento ciudadano o una ciudadanía radical. La segunda apela a una dimensión moral del arte, y también intenta hacer pedagogía: defiende el arte urbano como elemento decorativo de la ciudad, capaz de transmitir buenas ideas y costumbres. Ambas yerran en la misma curva: confían demasiado en la capacidad del grafiti o del arte urbano para modificar conductas, presuponen el fin de la experiencia artística, y, de este modo, olvidan la posibilidad de la crítica, es decir, la posibilidad de estar en desacuerdo con lo que se espera de una manifestación cultural. Aquello que se espera es lo que deviene convencional, lo que anticipa tanto las retóricas de la resistencia como los comportamientos “decorosos” que pululan en la escena cultural del país. A estas alturas deberíamos saber que el arte no proviene de los programas socialistas o del Manual de Carreño.

Lo fundamental se encuentra más allá de un sentido ético convencional del grafiti y un sentido moral del arte urbano: es la capacidad de desapegarse de las convenciones establecidas, tanto por los que esperan un gesto radical, liberador, del grafiti, o un acto decorativo, esteticista, del arte urbano. Por esto, la pregunta “¿Arte o vandalismo?” es retórica, pues presupone que el lector se ubicará en una posición ética o moral, y no aporta, de esta manera, a ninguna discusión sobre cómo podemos interpretar críticamente el suceso ocurrido en el Metro de Quito.

He tomado el caso a manera de pretexto para exponer mis propias ideas sobre el sentido que pueden adquirir ambas prácticas culturales, el grafiti y el arte urbano. Con respecto a la polémica reciente, me interesa más una tercera visión, y es la que lee en la frase “Vandals” de los grafiteros una disputa por el territorio, una reapropiación del sentido del espacio y la propiedad pública, y el intento de alcanzar un lugar social privilegiado, una legitimación, en una ciudad colmada de urbanitas domesticados, defensores de las “buenas costumbres”. De acuerdo con esta interpretación, la disputa es social y política, y se refiere a la cultura urbana por cuanto en ella se reconfiguran permanentemente, de manera colectiva, y a través del desacuerdo, los espacios de convivencia.

A continuación, compartimos en Paralaje un aporte reflexivo de la historiadora Susan Rocha, quien desarrolla algunas ideas sobre esta polémica.

 

 

El derecho al espacio público y la construcción de lo común

La recepción del gesto Vandals sobre un vagón del metro de Quito

Por Susan Rocha

El 2 de mayo de 2018, desde el parque de Las Diversidades, el Municipio de Quito lanzó una campaña denominada: “Si no es arte a otra parte, contra grafitis vandálicos, manchas y garabatos”, que se presenta como una lucha contra el vandalismo. La imagen de la campaña recuerda que este año se conmemoran cuarenta años de la declaratoria de la urbe como Patrimonio cultural de la humanidad. Declaratoria otorgada por la herencia colonial plasmada en la conservación del Centro Histórico y su legado material. Ese mismo día anunciaron su política de instrumentalización del grafiti como embellecedor de la ciudad:

Hemos trabajado en torno a esta propuesta de arte urbano, a través del grafiti, generando varios espacios en los cuales tenemos la interacción con la comunidad, para que sean ellos los que digan lo que quieren ver dibujado en las paredes, queremos plasmar nuestro arte en muros y espacios públicos destinados por el Municipio para embellecer a nuestra ciudad’ indicó Carlos Villavicencio, artista urbano, en representación de los colectivos culturales que se unen a esta campaña (Quito Informa).

El 6 de septiembre llegaron los primeros vagones del metro de Quito a la ciudad, tres días después, el 9 de septiembre se realizó un tag (inscripción caligráfica) en el primer vagón, acto que fue leído como un grafiti vandálico, mancha y garabato. Todo esto durante el mes de conmemoración de la declaratoria patrimonial celebrada por la municipalidad. En este marco me pregunto quién tiene el derecho al espacio público y la construcción de lo común.

El acontecimiento evidencia las tensiones entre el discurso de heteronomía (obediencia irreflexiva a leyes externas que eliminan la autonomía propia) en contraposición a las representaciones visuales que encarnan formas de resistencia, articuladas al cuerpo social. A propósito de esto, quiero analizar las representaciones que proponen generar fisuras, discontinuidades y puntos de inflexión dentro de los discursos culturales dominantes. ¿Quién tiene derecho al uso del espacio público en la ciudad? ¿Quién tiene derecho al habla? ¿Cómo se relacionan el uso del espacio público con el derecho al habla?”

Responder estas preguntas implica pensar hasta qué punto sobrevive el reparto de lo sensible, que divide a las personas entre el político con derecho al habla y el artesano que “aunque comprende el lenguaje, no lo “posee””. Esta pertenencia define la competencia o incompetencia, así como, lo visible y no visible con respecto a la construcción de lo común (Ranciere, 2014). Reparto que en América Latina se suma a una matriz colonial que racializa esta jerarquía y que llegó incluso a criminalizar prácticas culturales no europeas (por ejemplo la marimba, la religiosidad andina, las festividades, ventas informales, etc.) durante el siglo XIX. Además, promovió que las manifestaciones culturales locales no occidentales sean comprendidas como ahistóricas o como referentes para estudiar la prehistoria europea.  

Pintar el primer vagón del metro de la ciudad de Quito ha suscitado varias reacciones en la municipalidad, la prensa y la opinión pública en redes sociales. Estas reacciones evidencian un debate sobre la comprensión de aquello que puede considerarse cultura, sobre el lugar social desde donde puede enunciarse, sobre lo que puede ser visible, sobre la pertenencia de lo público y sobre los usos sociales permitidos y censurados dentro de un espacio público.

Desde hace varios meses la campaña emprendida por el Municipio de Quito, “Si no es arte a otra parte…”, claramente divide a las expresiones urbanas entre cultura y vandalismo. Al parecer, el gesto de pintar el metro no fue comprendido por la Institución como un proceso de habla, sino como un ruido no audible y una visualidad no lisible. Escuchar y leer este gesto implica desmarcarse de los fantasmas presentes. Fantasmas que cuando vivían, durante el siglo XIX, crearon una noción de cultura entendida como un proceso civilizatorio de cultivo que criminalizó lo no cultivado. Esta idea de cultura apostaría por una heteronomía del cuerpo social. Desmarcarse implica preguntarnos por qué ese fantasma que dividía el mundo entre civilizado y bárbaro se niega a ocupar el lugar de los muertos haciéndose presente en otra división binaria de lo civilizado y lo vandálico.

Fuente: Quito Informa

Pintar el metro es una estrategia puesta en práctica por una comunidad cultural que genera un disenso, una fisura que puede tensar esa noción municipal de cultura como civilización y abrirla hacia el debate que lleva ya una muy larga trayectoria pensando el lugar de la cultura desde la historia, la antropología y la sociología. Norbert Elias, por ejemplo, ya en 1939, la definía como una práctica que teje la trama social y que expresa cómo una comunidad vive y reflexiona la relación con el mundo (Chartier, 1996: 27). Así, la cultura sería una experiencia que puede tejer una nueva subjetividad e intermediar la forma en que habitamos nuestro mundo.

En contraparte, las declaraciones oficiales se muestran más cercanas a la idea de cultura como cultivo y a la vez como un llamado al orden y a la moral, como se lee a continuación:

El Municipio quiere hallar a los responsables a como dé lugar. El alcalde Mauricio Rodas dijo que este es un acto reprochable que debe ser sancionado. Como parte de las acciones en contra de quienes practiquen el grafiti vandálico, el Cabildo destinará USD 100 000 como aporte al programa de recompensas que está en manos del Ministerio del Interior (El Comercio).

Esta reacción nos lleva a preguntarnos, ¿cuál es la capacidad que posee la alcaldía para responder al disenso? En lugar de comprender la interrogante y tomarse un tiempo para realizar un diálogo sobre el uso del espacio público, la política cultural o los derechos culturales, se ofreció una recompensa, a la usanza de las películas de vaqueros de hace cincuenta años, para dar con los autores. Me pregunto ¿qué opinión tiene la Secretaría de Cultura de la municipalidad o el Ministerio de Cultura y Patrimonio al respecto?, ¿qué mecanismos han usado para mediar la situación?  

El acontecimiento narrado por la policía nacional: “20 personas vestidas de negro y encapuchadas ingresaron en el área de cocheras de la estación Quitumbe (sur de Quito), sometieron al personal de seguridad, pintaron los grafitis y huyeron” (El Comercio, 11 de septiembre de 2018), parece sacado de un relato cinematográfico cuyo contenido cuestiona precisamente el statu quo como, por ejemplo, V de Vendetta, La casa de papel, Los idiotas, entre otras. La transgresión que se observa en estos relatos y en el gesto Vandals consiste en inscribir sobre la propiedad privada o pública un gesto que la cuestiona y deslegitima. La popularidad de estas narraciones audiovisuales genera empatía con los autores de estos gestos, porque expresa una postura frente al poder que podría reivindicar a comunidades históricamente excluidas o por lo menos visibilizar esa exclusión.   

Vemos que el contenido de la campaña “Si no es arte a otra parte…” circula diariamente en los medios de comunicación; el gasto público generado en esta medida asciende a un millón y medio de dólares al año. También conocemos las multas impuestas por realizar estos actos sin permiso municipal. En este escenario, el tag constituye un gesto de retorno, que tiene sentido precisamente porque carece de la autorización oficial, porque la dinámica del tag realizado consiste en transgredir las normas como una postura frente al poder. Porque si las expresiones urbanas dependieran de una autorización burocrática para existir perderían su sentido.

Las imágenes del acontecimiento muestran una inscripción caligráfica que dice Vandals en color gris sobre un fondo negro y amarillo que posee iluminaciones blancas para dar la idea de tres dimensiones, en la parte lateral del metro. También se aprecia los seudónimos de tres grafiteros que realizaron el mismo gesto en Medellín Colombia y murieron en el proceso. El homenaje póstumo evidencia la existencia de una red internacional donde estas prácticas se visibilizan y legitiman. Los miembros del grupo lograron la inscripción y salieron del metro, al día siguiente su cabeza anónima y colectiva adquirió un precio más alto que cualquier fondo concursable para la cultura local y la amenaza de cumplir con cinco años de cárcel, porque como se lee en El Mercurio, les caerá todo el peso de la  ley.

El tag fue leído por la policía como un indicio, una huella que le permitirá dar con “los culpables” a través del estudio de la grafología. Así empieza el juego de “detectives” y “vándalos”, usando otra vez fondos públicos para contar con un grupo de expertos investigadores. Las afirmaciones de la policía son para nosotros indicios sobre la priorización del gasto público y la jerarquización de los delitos. Por ello, nos preguntamos si los fondos invertidos y el rechazo enérgico del burgomaestre a este tema se aplicaría también para eliminar el acoso callejero, la violencia de género, el maltrato animal, la venta ilegal de animales y otros problemas que claramente preocupan a la ciudadanía se asemejan a los recursos económicos aquí gastados.

Quisiera pensar que es posible que la institución municipal, y estatal en general, apoyada en sus áreas culturales, superará las dicotomías que dividen lo civilizado de lo vandálico o bárbaro. Si bien esto no ha acontecido, la recepción dentro de las redes sociales da cuenta de que el debate por la concepción de la cultura sí se encuentra formando parte de los imaginarios sociales. Varios memes dan cuenta de que este acontecimiento permitió visibilizar un descontento con la política cultural municipal y su gestión en general, ofreciendo, por ejemplo, los mismos 100.000,00 USD de recompensa a quien encuentre el culpable de los problemas sanitarios de la ciudad o por el estado de las calles.

Quizás algún día la cultura pueda leerse, dentro de las instituciones estatales, como un soporte de la transformación social, como un lugar para deconstruir las construcciones jerárquicas y para la emancipación, al dialogar desde el disenso. En ese momento, probablemente el gasto público no se destine de forma punitiva a encontrar a los autores anónimos de un graffiti, sino a fomentar espacios de construcción de lo común. El correlato de esta política sería el derecho a lo público, es decir, a la ciudad, para las expresiones de colectivos, para el usufructo de los habitantes y el goce efectivo de los derechos humanos en los contextos urbanos.

 

Portada: Artículo “Grafiteros fallecidos en Colombia son recordados en el vagón pintado del Metro de Quito” publicado en diario El Comercio

Close